Envejecer es algo fascinante

EL OCTAVO DÍA

    Cada vez uso más las tijeras. Hablo de las tijeras de la cocina... no las que usa la persona que está escribiendo un texto y debe corregir al final: un consejo básico para todo escritor.

    Antes abría con más facilidad las bolsas de plástico. Tanto las de frituras como diversos productos sellados.

    Aunque tengo buena dentadura, hace cinco años entendí con una prueba física que ya no vale la pena usar los dientes como herramienta de apertura. La pandemia terminó de confirmarme que jamás deben ser usados ni como último recurso.

    Nunca tuve fuerza en las manos, aunque sí resistencia física para hacer deporte o trabajos extremos. Confieso que mi madre me abría las mayonesas con su fuerza materna.

    Hace más de un año cumplí 50 años y decidí no hacer grandes aspavientos. Decidí desconfiar del poder dado por occidente a los números decimales.

    Shakespeare, que no tenía ninguna necesidad y obligación de ser políticamente correcto, decía que “Las desgracias se acercan lentas como una horrible vieja bruja coja”.

    ¿Será? Aquellos crueles años de licencia que viví ya me pasan la factura.

    Por ejemplo, como parte de los festejos personales del ya remoto año 2000, me compré una camioneta Grand Wagoneer 1986 de puertas metálicas.

    Tenía 30 años y cuando recién la compré, recuerdo que una vez abrí la puerta de más y me di con ella en la parte superior de la oreja. No le di importancia al golpe, pero días después me sorprendió un dolor ahí y noté que el cartílago se sobresalió un poco, apenas un medio centímetro. De hecho se quedó así, casi imperceptible.

    Ahora, a mis 50 años, una noche me despertó un dolor exactamente en ese punto. Analice con el tacto el sitio en cuestión y sentí una llaga; quizá desde entonces quedó incomunicada esa parte interior y apenas ahora está comenzando a dar molestias. Dos líneas paralelas ahí aparecieron.

    Reflexioné. ¿Si un simple golpe aguardó 20 años para manifestarse, qué otras dolencias aguardan su gran momento en un organismo ya semi dormido como el mío? Nunca le había otorgado tanta importancia a un rasguño, aunque ahora tardan más en cicatrizarse.

    Me sentí más joven cuando a los pocos días descubrí que la oreja me dolía de tanto que me quitaba y me ponía el cubrebocas con tela elástica, justamente por ese lado.

    Además, tengo 15 días en bicicleta, recorriendo el malecón y de seguro, al hacer presión el viento, el cubrebocas pone tensa la oreja... Bueno, es un consuelo pensar que todo sea un mal secundario de la pandemia, más que de la vejez y la nocturna madera en que ya se convierte mi cuerpo.

    Mi gran momento de triunfo fue cuando me cambiaron las sábanas y caí en cuenta que estuve usando un cojín con una funda con unos botones que, justamente, me habían estado oprimiendo ese rincón del cartílago.

    ¡Qué gran victoria sobre el cuerpo confirmar que había un tercer factor para que una oreja diera tantas molestias! ¿Tanto drama por un cartílago irritado? ¿Cómo se sentirán las personas con una úlcera, hernia o algo más complejo? ¿Me estoy quejando de pequeñeces como un viejito calandraca?

    Al fondo de las olas del vacío existencial, surgen estas reflexiones que siento el ímpetu de compartirlas para que los jóvenes se preparen ante este hito.

    Un poco estoy reescribiendo de manera inconsciente el inicio de la novela Memorias de Adriano, de Margeritte Yourcenar, que inicia con el Emperador romano, enumerando sus dolencias.

    En ese momento -17 años- me aburrió el libro y mejor me fui a Quo Vadis? que tenía más acción y conflictos que un señor emperador que se quejaba de que últimamente ya notaba dentro de sí la forma de su hígado.

    Sí: Envejecer es algo que asusta, pero también es fascinante... la frase es del libro Born to run, del cantante de mi época, Bruce Springsteen.

    Llevo 51 años, pero tengo la edad de mi último verso.

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