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Columna

El salario del miedo

LETRAS DE MAQUÍO

    El 27 de octubre de 1981 tuve una entrevista con el presidente José López Portillo. Se iniciaba la campaña política del licenciado De la Madrid y algunas facciones del sector obrero y uno que otro diputado habían declarado a la prensa su deseo de que se nacionalizaran la banca, la agroindustria, la farmacéutica, etcétera. Le entregué al mandatario un trabajo con todos los recortes periodísticos de estas peticiones, así como prontuarios de reuniones internacionales donde algunos representantes oficiales de nuestro país trataban los mismos temas.

    De mis notas de la mencionada reunión, copio textualmente la respuesta que me dio el Presidente: “Que como yo lo apuntaba, éstas eran presiones de campaña política que no tenían por qué preocuparnos”. Concretamente se refirió a “lo absurdo que sería nacionalizar la banca y los productos básicos: tranquilícense, no tienen por qué preocuparse, cuando menos en este sexenio. Después el licenciado De la Madrid se hará cargo, pero pienso que lo hará con sentido patriótico”.

    Pasó el tiempo y nuestra economía empezó a deteriorarse por el excesivo gasto de todos los sectores en lo general y del sector público en especial, que aumentó exageradamente su burocracia y derrochó dineros en forma alarmante.

    El pasado 5 de febrero, en la Reunión de la República, el señor Presidente, viendo lo difícil que se presentaba la situación, hizo un llamado a los mexicanos para evitar el gasto excesivo y el dispendio, para poder sostener nuestra moneda. Todos sabemos que en los dos últimos años de la boca para afuera se dijo mucho y se hizo poco al respecto. Nuestro gasto público se ha aumentado más de 50 veces en los últimos sexenios y es obvio que nuestra economía no ha crecido al mismo ritmo. En el mismo lapso pasamos de 430 mil burócratas federales a un millón 700 mil, sin incluir a los de los gobiernos de los estados y de las paraestatales. El aumento de la burocracia es enorme y nos está asfixiando. Uno de cada doce trabajadores mexicanos lo hace dentro de la nómina federal. Insisto, sin incluir paraestatales y gobiernos de los estados.

    La devaluación fue en medio de la campaña política y había que darle un aumento salarial al sector obrero para que los líderes tradicionales siguieran teniendo manejo político, más que por razones económicas y de justicia.

    Poco tiempo después de esta primera devaluación, la Secretaría de Comercio, en forma espectacular, empezó a cerrar comercios para detener la carestía (como si atacando sus efectos fuera la forma de contener la inflación).

    La medida era totalmente demagógica. Se dio el caso de que se publicó el cierre de un comercio a pesar de no haberse llevado a cabo porque se descompuso el coche de los que iban a hacer la diligencia, y como la orden era cerrarlo a como diera lugar se publicó el cierre, aunque los delegados no pudieron llegar por el desperfecto antes mencionado.

    Como resultado de lo anterior, el 27 de febrero el Consejo Coordinador Empresarial publicó un desplegado con tres puntos fundamentales:

    Decíamos que el control de precios era una medida espectacular, pero no atacaba la inflación. Ésta se presenta cuando se gasta más de lo que se produce.

    Aplaudíamos la idea de un recorte en el gasto público que se había anunciado (y nunca se efectuó).

    Pedíamos que se decretaran multas y penas de cárcel a los funcionarios que no acataran estrictamente el presupuesto aprobado. Esto era ir a las causas, no a los efectos de la inflación.

    A raíz de lo anterior se produjeron tensiones entre el sector público y el privado. El primero se cree con todo el derecho a criticar al pueblo, pero lo violentan las críticas del mismo. Esto viene del absolutismo del poder a que está impuesto.

    Días después, el Presidente fue a Cancún a la asamblea de la CONCANACO, y en un acto de hombría que mucho lo dignificó, admitió sus errores y nos llamó a la unidad. Respondimos elaborando un documento denominado la Nueva Alianza, donde nos comprometimos a “mantener como objetivo prioritario el nivel del empleo y, en la medida que éste no se afecte, restaurar, vía aumento de salarios, la pérdida del poder adquisitivo que sufra el sector obrero como resultado de la devaluación”. Había algunos otros compromisos, pero éste era el más importante.

    Estábamos en pláticas con el secretario del Trabajo y nuestros estudios nos demostraban que el efecto devaluatorio incidiría un 8.5 por ciento en los precios, ya que sólo los productos de importación serían significativamente afectados. Don Adolfo Ruiz Cortines, después de la devaluación de 1954, de 8.65 a 12.50 pesos el dólar, sólo subió los salarios el 10 por ciento y no se tuvieron consecuencias graves en la economía. Nosotros creíamos poder aumentar cuando mucho el 13 por ciento, sin desatar una espiral inflacionaria y los desajustes salarios-precios se corregirían, empresa por empresa, en las revisiones de los contratos colectivos de trabajo.

    Mientras elaborábamos el documento de la Nueva Alianza, le enseñamos el borrador del mismo a un funcionario, haciéndole ver que no lo podíamos publicar hasta que se definiera el salario del emergencia, porque nos era difícil, si no imposible, cumplir con los compromisos si éste era superior a nuestros señalamientos. Esa misma tarde se nos citó en Los Pinos y se nos pidió el documento, al que se le dio difusión. Al día siguiente el licenciado Sergio García ramírez nos citó para decirnos que esa misma tarde anunciaría un salario de emergencia del 30, 20 y 10 por ciento. yo no podía creer lo que me decía y sobre todo que nos hubiera burlado de la forma en que se hizo. Asumo la responsabilidad de haber sido cándido y haber comprometido a mi sector a priori, pensando que existía la buena fe.

    No contento con lo que se nos había informado extraoficialmente, sin cita previa fui a ver al licenciado José López Portillo para suplicarle que no tomara la medida del 30, 20 y 10 por ciento. A la entrada le dije que yo tenía fama bien ganada de dos cosas: de ser muy valiente, casi temerario, y de ser muy optimista; y que sin embargo me estaba muriendo de miedo por la medida de aumento salarial desorbitado que se iba a tomar. Le dije, además, que eso nos llevaría (yo tenía los estudios para comprobarlo) a una inflación superior al 60 por ciento y que no había existido país alguno que rebasara los cincuenta de inflación, que no se metiera en problemas sociales y económicos serios.

    López Portillo me contestó que los problemas políticos se resolvían aquí y ahora, que después arreglaríamos la economía; que las calles estaban llenas de manifestaciones y que esto equivalía a tenerlas regadas de gasolina y alguien podía tirar un fósforo. Pienso que la diferencia entre un político y un estadista es que el primero se asusta y el segundo tiene la templanza para hacer lo que tiene que hacer sin asustarse.

    Con vehemencia argumenté que nuestra economía no resistiría, que el sector obrero no esperaba tanto, que nuestra situación se tornaría caótica, que tendríamos que volver a devaluar porque la inflación sería muy grande. Supliqué, hablé de mis hijos, apelé a todo lo que pude y se me contestó que era una decisión tomada. Sigo pensando que esta medida fue la que nos dio la puntilla y, aunque comprendo que políticamente tranquilizó al sector obrero y ayudó a sus líderes, de ninguna manera lo justifico.

    Todo lo que le dijimos al gabinete económico y al próximo Presidente, sucedió: espiral inflacionaria, más devaluaciones, pérdida de mercados en el exterior y de turismo, entre otros.

    En el futuro habrá que hacer entender a los gobernantes que los tontos y “egoístas”, “los malos de la película” y los que no buscamos chamba en el gobierno también sabemos de política, aunque entendemos que ésta es la actividad gestora del bien común y no precisamente la conservación del poder. El primero es el objetivo, el segundo es la consecuencia. El tiempo nos ha dado la razón.

    Miércoles 1 de diciembre

    1982

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