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    El nuevo sistema educativo, creado para adecuar la situación de la población escolar y estudiantil a los cambios motivados por la emergencia que es la ya permanente pandemia del Covid 19, mantiene entre los recursos lectivos a los libros de texto y esa presencia representa una continuidad histórica ante el avance incontenible de la tecnología digital.

    Esta realidad de orden educacional se percibe extensiva hacia el caso de otras funciones de la presentación impresa, bien sea en la literatura como en la información, lo cual desvirtúa los presagios sobre un inminente final de la prensa impresa. Es cierto que la edición periodística, así como la producción editorial han registrado mermas, pero éstas no han extremado un contraste en un País que nunca ha ostentado una alta proporción de lectores por habitante.

    Pese a que ahora, cuando menos durante el entrante ciclo, las sesiones escolares y estudiantiles no podrán ser presenciales, y que en toda la extensión de lo posible dependerán de la Internet, los libros prevalecerán como el recurso didáctico esencial en las regiones rurales donde se carece del medio digital.

    Sin duda habrá numerosas comunidades donde la precaria situación de las familias dificultará la impartición lectiva mediante la Internet, y esto planteará una disyuntiva en torno al desarrollo virtual de las clases, pues se dice que este próximo ciclo la forma presencial no procederá ni en los lugares con “semáforo” en color verde.

    Por costumbre trato de evitar el uso de la primera persona en mis espacios, pero permítaseme que en el tema de los libros me remonte coloquialmente a mis primeras experiencias como lector: sin duda el primer encuentro que me viene a la mente es el del “Método Onomatopéyico de Lectura”, seguido de un desfile de temas infantiles plenos de moralejas, escritos por cuentistas mexicanos.

    En las sesiones de lectura que tenían lugar en la escuela primaria destacaron obras de autores extranjeros, como “Corazón: diario de un niño”, del italiano Edmundo De Amicis, en cuyos relatos se exaltaban casos de heroicidad infantil, o “El maravilloso viaje de Nils Holojersson”, de la sueca Selma Lagerlof. Un poco después serían las novelas del francés Julio Verne con sus geniales predicciones sobre diversas actividades y avances de la humanidad.
    Al margen del aula, en el ámbito familiar era habitual dedicar un rato a la lectura, y éste generalmente se daba después de cenar. En ese espacio conocí diversas obras, entre ellas “Las mil y una noches” en versión adaptada a la mente infantil. Años después leí una traducción de la obra original con su puntual contenido de sensualidad.

    Entonces la lectura no tenía competidor en otros medios, pues mis distracciones como radioyente se circunscribían a algunas piezas musicales y a una dramatización semanal que ponía los pelos de punta, tal era “El monje loco”. Esperaba también los episodios de la serie policiaca “El que la hace, la paga”, y ya en los años 40 figuró el diario reporte noticioso de la Segunda Guerra Mundial, sobre cuyos datos bordaba alguna que otra incongruente fantasía, pero la radio no me ofreció una alternativa preponderante ante la lectura.
    Radical diferencia significa ahora el tsunami de los medios digitales, que mediante una creciente oferta de propuestas avasalla la atención de un creciente número de videoadictos, algunos de los cuales se extreman hasta el enajenamiento. Ante ese embate tecnológico la lectura se diluye como opción de sano esparcimiento. Por tanto, dentro de ese panorama la perduración de los libros como recurso lectivo obra como un hecho reivindicador.

    Repito, no soy partidario de escribir en primera persona, pues no abrigo pretensiones autobiográficas. Valga una cumplida disculpa por haber dedicado espacio a las referencias anteriores, y supongo que esta vez fue una licencia que me permití tomar, pues el exceso de edad, que debiera ser timbre de sensatez, a veces impulsa a compartir imprudentemente remembranzas de interés apenas personal. En mi caso hace una semana cumplí 90 años de edad. Espero que esta circunstancia obre como atenuante.

     

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