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"LA VIDA DE ACUERDO A MÍ"

"Carta de amor a los libros"

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    @Aless_SaLo
     
     
     
     
    Esta es una carta de amor a la literatura, que hoy 23 de abril, celebra internacionalmente su muy merecido día. También es una carta de amor a mi padre, el más grande fanático de los libros que conozco, y que me leía “El jorobado de Notre Dame” hasta perder la voz cuando yo aún tenía dientes de leche.
     
    Al contrario de Francie Nolan, la protagonista de mi libro favorito “Un árbol crece en Brooklyn”, de Betty Smith, no recuerdo el momento en el que aprendí a leer. Ni siquiera me consta la edad que tenía. Tristemente no existe en mi memoria la imagen mental de un grupo de letras agrupándose por primera vez para formar una palabra. Pero sí puedo decirles cuál fue el libro que me cambió la vida; que me mostró cómo la literatura puede provocar reacciones y emociones aún más fuertes que las causadas por la realidad; que me hizo sentir apego a un conjunto de personajes ficticios y que me comprobó que si leía durante toda mi vida, nunca más estaría sola. 
     
    No me vayan a juzgar, pero fue “Crepúsculo”.
     
    Todos aquellos que me conocen lo saben bien, pero cuando tenía 11 años y descubrí la novela de romance paranormal entre una adolescente de 17 y un vampiro de más de cien años, fui prisionera de esa clase de obsesión que te quita el sueño.
     
    En total, por la saga de “Crepúsculo” leí dos mil quinientas cuatro páginas, y todo antes de entrar a la secundaria. Cuando terminé, me percaté que olvidarme de todo al envolverme en dicha historia de amor era una de las mejores experiencias que había tenido en mi corta vida, y aunque desde pequeña había sido una buena lectora, considerando mi edad, fue con “Crepúsculo” que me enamoré de los libros. Nunca más los dejé ir.
     
    A lo largo de mis 21 años, he leído doscientos treinta libros (los conté). Al considerar que el mexicano promedio lee entre uno y dos libros al año, superé por mucho las expectativas que se tenía de mí, pero si comparo mi lista con la de voraces lectores, como mi padre, que ven a la lectura igual de esencial que el respirar, que lo aman más que ninguna otra actividad, y que consumen tanto contenido impreso al grado que no se han molestado nunca en contarlo, voy muy atrasada, pero no puedo culpar a nadie más que a mí.
     
    Tengo el placer culposo de releer los mismos libros una y otra vez (por ejemplo, he leído “Un árbol crece en Brooklyn” cuatro veces y la saga de Harry Potter, con todos sus siete libros y más de 4 mil páginas, tres veces). Hacerlo me da una alegría inexplicable. Visitar mundos que ya conozco, y volver a presenciar momentos o conversaciones entre personas que no existen, pero que igualmente amo como si fueran de carne y hueso, es una de las cosas que me atan a este planeta y que me recuerdan que los humanos no somos todos malos, porque somos capaces de crear momentos de infinita belleza.
     
    Amo los libros, porque a través de ellos he podido vivir aventuras que nunca tendría de otra manera. Porque sumergiéndome en sus hojas he viajado a países fuera de mi alcance; porque he aprendido lecciones sin tener que equivocarme personalmente, y porque cada vez que termino un libro, veo el mundo de forma distinta.
     
    Hubiera podido escribir una columna donde critico a la sociedad mexicana por sus pobres costumbres; por lo poco que valoran la palabra escrita e insisto que nuestra educación sería superior si enseñamos a nuestros niños (y adultos) a leer. Regañar a los lectores de este periódico no los inspirará a caminar a su librero y levantar esa novela que tienen desde hace años y no han abierto siquiera. Pero tal vez hablar de cómo mi vida ha sido mejorada, de como mi carácter ha sido formado y mi corazón ha sentido, gracias a la literatura, los inspire lo suficiente y provoque así un cambio.
     
    Sé que lo que ocurre en los libros de ficción no es real, en el sentido literal de la palabra, pero todos los que amamos ciertas historias y personajes ficticios sabemos que estos mundos viven dentro de nuestras cabezas, y eso los hace lo suficientemente reales.
     
    “Dígame una última cosa”, pidió Harry, “¿Esto es real?, ¿O está pasando solo dentro de mi cabeza?”
     
    “Claro que está pasando dentro de tu cabeza, Harry, ¿Pero por qué iba a significar eso que no es real?
     
    (Conversación entre Harry Potter y Albus Dumbledore en “Harry Potter y las reliquias de la Muerte”).

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