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"OBITER DICTUM"

"El arte de legislar"

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ANTE NOTARIO

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    Quienes pensamos que el Derecho es una buena herramienta para diseñar el funcionamiento de las instituciones (qué puede hacer, cómo y cuándo) ordenar y conducir las conductas (actividades de las personas, de los funcionarios) y sancionar (administrativa y/o penalmente) las desviaciones, también no cavilamos en la relevancia que tiene el correcto uso del lenguaje jurídico.

    El Derecho se expresa a través de normas que no son sino un conjunto de símbolos (que integran un lenguaje, en nuestro caso el Castellano). El Derecho crea conceptos, los delimita y les da un contenido. Así, nos dice quién es persona, a partir de cuándo y hasta cuándo, por ejemplo. Si no se cae dentro de los elementos establecidos en la norma, no se es persona.

    En materia fiscal, en términos generales, sabemos que las normas se interpretan de manera “restrictiva”. Por ello, las leyes fiscales no cabe aplicarlas ni por analogía ni mayoría de razón. Así como en materia penal, no hay delito sin ley; en la fiscal, no hay impuesto sin ley. El hecho imponible (la conducta que causa al impuesto) debe estar prevista en una norma. Si la conducta normada no se actualiza, no se detona la obligación tributaria. O sea, no hay un impuesto.

    Revisando las leyes podemos encontrar que, en ocasiones, los legisladores emiten normas que contienen definiciones jurídicas que, dentro de la propia codificación, son contradictorias, ambiguas o vagas. Da la impresión que los legisladores no advierten la importancia de la utilización correcta del lenguaje jurídico general, incluso del propio lenguaje jurídico particular creado en la norma que se elabora.

    Una muestra al azar para documentar este artículo fue tomada de la Ley de Hacienda Municipal del Estado de Sinaloa. Dicha ley prevé algunos impuestos estatales, fijando sus elementos esenciales que todos los fiscalistas repiten de memoria (objeto, base, tasa, tarifa y época de pago). En el caso del llamado “impuesto por [sobre] adquisición de inmuebles”, conocido por su acrónimo “ISAI”, dispone que están obligados a su pago quienes adquieran inmuebles o derechos relacionados con los mismos a una tasa del 2% sobre la base gravable.

    Pero ¿qué debe entenderse por “adquisición”? El concepto es relevante, pues si el acto jurídico celebrado no cae dentro de esa definición no se causa el impuesto. Me voy a detener en el análisis de una situación fáctica con repercusión jurídica que está catalogada como una adquisición: la “promesa de adquirir”, la entrecomillo porque así se refiere la ley en su artículo 47, fracción III. Lo que sigue es un poco técnico, me esforzaré por explicarlo de la manera más sencilla.

    En el mundo de los contratos se parte de la noción de que hay al menos dos voluntades (dos partes). Por eso, los contratos son actos jurídicos bilaterales. Pero, junto al universo de los contratos, existen los actos jurídicos unilaterales (que no son contratos, las llamadas “declaraciones unilaterales de voluntad”) en los que una parte expresa algo sin que necesariamente haya otra parte que acepte o se obligue a algo.

    Así, cuando el artículo 47.III de ley que comento dice que se entiende por adquisición la que derive de la promesa de adquirir, se refiere a esa declaración unilateral de la voluntad y no al contrato de promesa de compraventa. Llama enormemente la atención que la ley prevea un impuesto para declaraciones unilaterales de adquirir (aunque, insisto, no haya un vendedor vinculado o es más, un vendedor enterado de que alguien le quiere comprar).

    Aquí, incursiono en otro tema, aunque ligado indisolublemente con lo anterior: por definición en la promesa de compraventa no hay transferencia de riqueza entre las partes, puesto que esos efectos se postergaron para el momento de la celebración de la compraventa definitiva en escritura pública.

    En la práctica, es frecuente que, faltando a la forma ordenada por el legislador, las personas decidan firmar contratos privados de promesa de compraventa defectuosos, entre ellos se pacta la entrega de dinero a cuenta de precio (como venta en abonos) o se permite al promitente comprador entrar en posesión del inmueble.

    Para esos casos, la ley establece que únicamente la “promesa de adquirir” (no el contrato de promesa de compraventa) es adquisición pero añade dos ingredientes alternativos que detonan el impuesto: (i) que el futuro comprador entre en posesión (nótese que no diferencia entre posesión originaria y derivada) del inmueble o (ii) que el futuro vendedor reciba dinero a cambio del inmueble y todo ello debe suceder antes de que se celebre el contrato definitivo (o prometido) o, dice la ley, basta que se pacten cualquiera de esas dos características en el contrato. ¿Pero cuál contrato, si la promesa de adquirir no es contrato, señores legisladores?

    A los juristas nos queda clara la intención del legislador, sin embargo, es inaceptable que el esmerado, pulcro y disciplinado trabajo legislativo no se vea por ningún lado. Lamentablemente la ausencia de técnica jurídica y de elemental redacción produce que el impuesto en un contrato de promesa de compraventa pueda no ser procedente, porque la ley habla de “promesa de adquirir”.

    Afortunadamente, para robustecer lo anterior, encontré un precedente de un tribunal colegiado en materia civil. El criterio jurisprudencial, que recomiendo se lo dé para lectura a su abogado, está en la Tesis: I.6o.C.366 C. Si no sabe qué hacer con este dato, busque otro urgentemente.

    Legislar bien implica conocer las disciplinas sustantivas y adjetivas que constituyen el ámbito material de la norma e, inevitablemente, los principios constitucionales. Ahí les dejo la tarea. Al intérprete le toca encontrar soluciones y buscar que las normas solamente se apliquen cuando respeten los derechos fundamentales.

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