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"La Vida de Acuerdo a Mí"

"El derecho a morir"

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    Mi intención original era escribir sobre Semana Santa; sobre cómo es pasarla año tras año en una ciudad que sobrevive de su turismo y que se ve saturada ante la inminente llegada de miles de personas que le son ajenas y que no la conocen cuando en ella reina la relativa tranquilidad. Quería hablar sobre lo gracioso que me resulta que en Semana Santa se cometan más pecados que en ninguna otra época del año; lo irónico que es que el consumo de alcohol y de drogas se dispare hasta el cielo y que las relaciones carnales entre desconocidos sucedan por doquier, pero creo en este párrafo lo resumí todo. En su lugar, hablaré del suicidio.
    Esta columna tendría mucho más sentido si fuese publicada el 10 de septiembre, Día Mundial de la Prevención del Suicidio, pero resulta que el domingo terminé de leer una novela titulada “Un amor único”, de la danesa Johanna Adorján. Narra la historia de sus abuelos, judíos, sobrevivientes del holocausto y de la revolución húngara de 1956, y que una mañana de domingo de 1991 decidieron quitarse la vida. 
    Él estaba enfermo, pronto moriría de todas formas. Ella tenía muchos años por delante, pero estaba convencida de que su esposo era el único que la conocía por completo y que la amaba plenamente; no quería vivir sin él ni un solo momento. La pareja compró un libro llamado “The Final Exit” (“La Salida Final”), básicamente, un manual sobre la forma más efectiva, rápida, sencilla y no dolorosa de matarse. Como era de esperarse, un bestseller del New York Times. Lo siguieron al pie de la letra, se dieron las gracias por todo, y tal fuera su deseo, fallecieron unos minutos después.
    Pregunté a mis contactos de la red social Instagram si creían que el suicidio asistido para personas sin enfermedades terminales debería ser legal. El 68 por ciento de ellos dijo que sí. Yo misma lo creo, y ahora que comienza la semana en la que se conmemora la “pasión, muerte y resurección de Jesús de Nazaret” (según Wikipedia, y gracias Jesús por estas vacaciones), reflexiono sobre el pedestal inmaculado que se le ha dado a la vida, y el desprecio inmerecido con el que se etiqueta a la muerte, aún cuando es deseada.
    De acuerdo a algunos seguidores de la Biblia y su palabra, el suicidio es homicidio, porque solo Dios puede darnos o quitarnos la vida. En lo personal, me es irrelevante lo que diga la Biblia o cualquier otro texto religioso, pero habrá a quien sí le importe. A quien crea que estamos obligados a arrastrarnos por este mundo pase lo que pase; habrá quienes crean que tenemos una misión o un rol que llenar, y que no está en nuestras manos determinar cuándo buscar el descanso eterno.
    Es este mismo pensamiento el que sustenta las opiniones de muchas personas antiaborto: que la vida es sagrada. Que es un regalo. Y tal vez lo sea. Como todos, he presenciado momentos y experimentado sensaciones que me han hecho jurar que vivir es increíble. Y como muchos, he pasado por cosas y he visto de lejos otras peores que me han recordado que también puede ser una carga, y me hierve la sangre al pensar que el fanatismo, el miedo a Dios y a sus posibles castigos, aún evita que ciertas leyes se legalicen para fomentar sociedades más progresistas, enfocadas en el bienestar social y en la autonomía de los individuos en sus vidas y cuerpos. 
    Derek Humphry, el autor de “The Final Exit”, era defensor del suicidio asistido. Años antes de publicar el libro que lo hizo famoso, Humphry ayudó a su entonces esposa, que era terminal por cáncer de mama, a quitarse la vida. Lo hizo por piedad, ella sufría demasiado. Luego de quedarse viudo, encabezó la difícil lucha del movimiento por el derecho a morir en Estados Unidos, un país que como la mayoría, no creía estar listo para una conversación tan polémica y divisora como lo es el si tenemos derecho a decidir cuándo y cómo fallecer o no.
    Algunos de ustedes creerán que estoy loca, o deprimida, o las dos cosas. Imagino la reacción de mis propios padres al leer esta columna. Puede que me sienten en la mesa de la cocina y me pregunten “¿todo bien?”.
    Creer en el derecho a morir es un pensamiento igual de liberal e izquierdista como creer en el derecho de una mujer a abortar; probablemente lo sea aún más.
    Ustedes, ¿qué piensan que es la vida?, ¿es un regalo?, ¿una imposición? ¿una bendición?, ¿un recorrido? Iba a decirles que la vida es una lucha pero mientras escribía esto se me ocurrió que alguien que amo se mata, y sentí pánico. Así que concluiré con que la vida es una decisión. ¿Qué elegiríamos si se nos diera siempre la oportunidad de decidir?
     

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