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"OPINIÓN"

"El memorando"

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    Hace una semana decía aquí mismo que la actitud que el Presidente López Obrador ha mostrado respecto al orden constitucional nos podía llevar a una crisis de constitucionalidad. Creo que con el memorando con el que abiertamente ordena a su Gobierno violar la Constitución hemos llegado a ese punto. No voy a abundar sobre la evidente aberración de la orden presidencial, pues ya José Ramón Cossío y Sergio López Ayllón la han exhibido con mayor autoridad, pero me parece un signo ominoso sobre lo que puede significar el actual Gobierno en el proceso de construir una democracia constitucional de derechos y certidumbres.

    Que López Obrador se sienta con la autoridad para desconocer una parte de la Constitución porque va contra sus intenciones políticas es posible, en buena medida, por la falta de legitimidad que en México ha tenido el orden jurídico formal. Por una parte, el cumplimiento de la ley desde el poder ha sido las más de las veces simulado, mientras la mayoría de la sociedad ha visto la ley más como un resultado del triunfo militar de una facción sobre otras que como un marco útil de reglas para convivir y para normar el funcionamiento de lo público; por lo demás, el Estado se ha mostrado tradicionalmente incapaz de aplicar las leyes con eficacia, mientras sus funcionarios suelen cobrar por permitir su desobediencia. La ley en este país ha sido históricamente guanga, aunque los gobernantes han cumplido, al menos en apariencia, con sus formalidades.

    Con toda su debilidad, ha sido durante las últimas dos décadas que el orden jurídico formal ha comenzado a cobrar relevancia y, sin duda, las reformas constitucionales de los últimos tiempos han logrado una legitimidad inexistente en los tiempos de la unanimidad priísta. Un ejemplo de gran consenso político y social en torno a una reforma constitucional fue, precisamente, la reforma al artículo tercero de 2013. No es cierto lo que dice el Presidente cuando afirma que se trató de una reforma impuesta desde el extranjero: desde años antes, diferentes organizaciones civiles de esas que no le gustan a López Obrador, tanto de izquierda como de derecha, plantearon críticas serias a la situación de la educación en México y coincidieron en que el control sindical del sistema educativo era la causa más relevante a la hora de explicar los pésimos resultados de la enseñanza mexicana.

    Había diferencias de enfoque, pero era evidente que el Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación y su excrecencia radicalizada, la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación, se habían hecho con el control de una buena tajada del presupuesto educativo, la correspondiente a la carrera de los docentes, y la utilizaban para sostener su poder político y para engrosar los bolsillos de los dirigentes y cuadros locales, en detrimento de la calidad educativa, precisamente ese tema que López Obrador considera irrelevante, pero que está en el centro de la eficiencia de la acción estatal en la materia. ¿O se deben gastar cantidades ingentes de recursos en un sistema sin calidad en lo que se enseña?

    Desde luego que había diferencias sobre las concreciones que la reforma debía adoptar, sobre todo en torno al papel que debía de jugar la evaluación del desempeño en la carrera de los maestros: mientras unos opinaban que debía jugar un papel diagnóstico y promocional, otros se inclinaron por darle un sentido negativo, que ponía en riesgo los derechos adquiridos por los profesores. Si bien fue la segunda visión la que acabó imponiéndose en la ley secundaria, la reforma constitucional no estableció de suyo el carácter punitivo de la evaluación y permite una interpretación legislativa diferente a la que quedó plasmada en la Ley General del Servicio Profesional Docente. Si se tratare de hacer una reforma amable para los maestros, que eche atrás los efectos negativos de la evaluación, bastaría con que el Presidente de la República presentare una iniciativa de nueva ley con un diseño donde la evaluación fuera la base para premiar a los mejores y para orientar la formación y capacitación de los deficientes, pues su coalición tiene la mayoría para hacer ese cambio en solitario. Pero ese no es el objetivo presidencial.

    La política educativa del Presidente López Obrador no tiene entre sus objetivos mejorar el logro académico de los mexicanos. Le tiene sin cuidado lo que aprendan o dejen de aprender los niños. Para el nuevo señor del gran poder, lo relevante es mantener la gobernabilidad del sistema educativo: que los maestros se estén en paz. Si eso implica volver al statu quo anterior a la reforma, en el que el SNTE y la CNTE aplacaban a sus bases controladas corporativamente mientras se quedaban con la tajada del león del presupuesto educativo, no importa; admirador como es del antiguo régimen priísta, el Presidente está convencido que ese es el papel que deben jugar ambas ramas sindicales. No es que ceda ante el chantaje de la CNTE, es que cree que la CNTE es un instrumento necesario para mantener una paz relativa en las zonas que controla, mientras el SNTE es el mejor mecanismo para gestionar las demandas magisteriales sin que se desborden. Ahí López Obrador no ve corrupción alguna.

    La política educativa del Presidente tiene otros dos objetivos: mantener en la escuela a los adolescentes a través de las becas y ampliar la cobertura de la educación superior para que los jóvenes tengan algo que hacer, aunque en ninguno de los dos casos aprendan nada realmente útil. La educación básica, según su visión, cumple su función. No le parece relevante que en realidad las competencias adquiridas por los estudiantes no sirvan para que México participe en el mercado mundial de mejor manera que solo con salarios bajos. Su objetivo es la gobernabilidad, no la mejora educativa.

    Por eso López Obrador quiere acabar con la reforma de 2013 de raíz. No le importa nada que en la Cámara de Diputados se hubiera alcanzado un acuerdo para remozar el artículo tercero, que sirviera de base para toda una nueva legislación secundaria que le diera el tono de su Gobierno al sistema educativo. El Presidente quiere regresarles a los sindicatos educativos el papel que jugaron durante el régimen autoritario. Cualquier cosa que no signifique el cancelar “la mal llamada reforma educativa”, como prometió en campaña, es inaceptable para él. Y si para ello tiene que pasar por encima de la Constitución, pues ni modo. La pregunta para todos es si es aceptable un Presidente que está dispuesto a violar tan flagrantemente la Constitución que protestó cumplir.

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