Editorial
La explosión del ducto de Pemex en Tlahuelilpan, Hidalgo, se suma a una deshonrosa lista de tragedias que han arrebatado la vida de miles de mexicanos, provocada casi siempre por esa mezcla de miseria, corrupción o vicios culturales y sociales que arrastramos.
Desde la explosión de una planta de Pemex, en San Juanico, en 1984, a las explosiones de Guadalajara, en 1992, cuando explotaron las alcantarillas rebosadas por combustible.
De ahí pasamos a las matanzas, desde Tlatelolco a Aguas Blancas y de Acteal a Ayotzinapa, y de cientos de masacres en pequeños y lejanos poblados, cuya distancia y escasa presencia en los medios nacionales las condena al silencio.
Las tragedias son caras y se pagan con vidas, generalmente de ciudadanos pobres, de ciudadanos habitando hogares ubicados en zonas de riesgo, en poblados miserables, incomunicados, gobernados por caciques locales o bandas criminales.
Además del costo de vidas, las tragedias cuestan recursos, toneladas de recursos, cuando no son miles de litros de combustible, son colonias completas arrasadas por el fuego, el agua, una avalancha.
Al final, no hay responsables, o si llega a haber, generalmente libran cualquier castigo, después de todo nuestro sistema de justicia está hecho para permitirle todo a nuestros funcionarios o a sus amigos.
El Presidente Andrés Manuel López Obrador acaba de anunciar la compra de decenas de modernas pipas a Estados Unidos para paliar su estrategia y amortiguar la dependencia de los ductos que transportan los combustibles, y que se han convertido en el objetivo de los “huachicoleros”.
Y en eso también terminan nuestras tragedias, pagándole millones de dólares a los estadounidenses a cambio de equipo que nos permita intentar transportar la gasolina, que también les compramos.
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