|
"Opinión"

"Lecciones de cárcel"

""

    @pabloayalae
     
    Quien quiera comprobarlo, porque no lo ha vivido, debe pensarlo dos veces antes de ir. El calor que chamusca los cerros y calles de Hermosillo, no es ninguna broma. Ahí nací, por eso lo sé. Si Mexicali es el infierno, Hermosillo es su antesala. 
    De los muchos calcinantes episodios vividos en Hermosillo, hubo uno en 1989 que, de cuando en cuando, viene a mi memoria: mi primera visita a la cárcel, “La Grande”.
    La advertencia para el acceso fue muy clara. Quienes no éramos familiares de los reclusos teníamos una ventana de 30 minutos para ingresar al reclusorio; quien no llegaba en punto de las 10 de la mañana, debía esperar dos semanas para volver a hacer el intento. 
    Para evitar el viacrucis de la inspección en la puerta de entrada, armé un plan con un par de pastores de una iglesia evangélica que me llevaron como parte de su grupo. Mientras ellos y yo pasábamos entre muecas disfrazadas de sonrisa y saludos desatentos por parte de los custodios, éstos se cebaban maltratando a los familiares de los presos. En nuestro apresurado cruce alcancé a escuchar un par de linduras como éstas: “¡Otra vez por acá doña! “Cualquier día y no lo encuentra, porque es un desmadre su hijo”; “Usted pásele para atrás; le voy a dar una revisada, no vaya ser que lleve algo escondido”.
    El puesto de inspección era solo el inicio de varias lecciones generosamente ofrecidas aquel día por “La Grande”. La primera lección fue: muy pocos eran “los iguales”. Las jerarquías saltaban a la vista. En buena medida la “clasificación de las especies” era obra de los custodios. Además de saber todo acerca de los “huéspedes” permanentes, eran expertos en distinguir los distintos tipos de familia que orbitaban alrededor de la cárcel. El tipo de familia determinaba el trato concedido. Familiares de “pobres” ponían en suspenso su dignidad para atravesar todos los filtros de la puerta de entrada; familiares de ricos, políticos de turno o cercanos al cártel de “Los Caro”, tenían otros horarios y accesos. Los movidos por el afán de la “caridad”, pasábamos sin ser manoseados a la hora marcada por los letreros de entrada.
    La segunda lección vino después de cruzar las tres rejas de la entrada: cuando vayas de visita a “La Grande” no lleves nada encima. Ni reloj, anillos, collares, cinto, dinero, lentes de sol, naaaaaada. Como enjambre de abejas revoloteaban a mi alrededor seis o siete presos: “Patrón, regáleme 20 pesos para comprarme una Maruchán”; “Jefe, regáleme su reloj”; “¡Ahí lo llevo con la camiseta de abajo!”; “¿Le lleva esta carta a mi jefa? Vive en `La metalera´”. Los pastores, como los custodios de la entrada, eran unos expertos en el manejo de los limosneros de la cárcel: “No te detengas, sigue caminando”; “No dejes que te agarren, te pueden llevar a los pabellones, y Dios guarde…” “Camina, sólo camina”.
    Después de uno o dos minutos de paso apresurado, llegamos hasta la escuálida sombra de un Eucalipto flanqueado por tres o cuatro banquitas de madera, donde los pastores semanalmente compartían la palabra. Un caminillo de adoquín conectaba el pasto con las canchas de basquetbol, futbol rápido y un gimnasio al aire libre; al fondo estaban los campos de béisbol y futbol. El fin de los espacios para la “readaptación” topaba con una barda amarillenta que finalizaba en sus esquinas con unas enormes torretas coronadas por cuatro aburridísimos custodios. 
    El acuerdo con los pastores era éste: mientras ellos oraban, yo platicaría con algunas de las personas recluidas; sólo las que se acercaran al grupo, “prohibido” irme a interior del patio.
    Así lo hice, y ahí entreverada con los rezos de los pastores, llegó mi tercera lección: unos eran más presos que otros. Como dijo un primo que dio clases de educación física en el reclusorio: “Hasta entre los perros hay razas; lo mismo pasa en la cárcel”. Mientras el 90 por ciento de los reclusos vestía bermudas y chanclas, un par de ellos calzaba botas de avestruz (una práctica curiosa en Sonora, donde 50 grados no disuaden a quien se proponga usar botas), camisas Gianni Versace (en su versión más estridente), sombrero Resistol de no sé cuántas equis y, como no debía faltar, una enorme cadena de oro de donde balanceaba un crucifijo con un Cristo tan grande que era capaz de mirarte a los ojos. 
    Con disimulo averigüé de estos dos personajes. “No ‘compa’, esos dos son gente de Caro Quintero. Estos ‘compas’ mueven todo el pedo aquí. Mejor ni meterse con ellos. Orita andan bien línea porque es sábado; al rato los van a sacar a cotorrear, y el domingo en la madrugada los vuelven a traer pa’ acá. A veces se quedan afuera todo el fin de semana, o de repente salen pa’ hacer un jale pa’ los meros chilos. Jodido uno que siempre está clavado aquí. Oiga, entonces, ¿si me va a regalar los 20 pesos? Usted me dijo en la entrada que sí me los daba”.
    Pregunté si era verdad lo de las fiestas, la droga por los pasillos y las fugas. Casi literal esto fue lo dicho por el “Güero Chemo”: “Las fiestas pa’ todos, cuando se hacen, son el Día de la Madre o en Navidad. En esas fechas viene raza de afuera pa’ hacer y ver el show; nos traen música y, a veces, obras de teatro. Pero las fiestas, fiestas, las chilas, se hacen en corto en la celda de “Los Macizos”; ahí les llevan morras, cheve, botana y todo el pedo. Esos cotorreos son cuando caiga; esos compas están de acuerdo con los jefes de la cárcel y con los otros de jefes de afuera.” ¿Y la droga?, pregunté, ¿qué ondas, siempre circula? “Simón, siempre hay; si traes feria puedes comprar lo que quieras. Los de las botas de avestruz, son los que controlan ese pedo aquí.” ¿Y las fugas? ¿Sí se fuga la raza? “No me ha tocado, pero, ¿para qué se quieren fugar esos compas? No se necesitan fugar, salen y entran cuando quieren”. Esta cuarta no fue una lección nueva del todo; simplemente reafirmé lo que de oídas sabía: en “La Grande”, sólo dos o tres son los que se readaptan a la vida en sociedad; los más, se especializan y doctoran en la delincuencia.
    Los sucesos de esta semana me trajeron una quinta lección: los distinguidos miembros del cártel del Pacífico que se fugaron del penal de Culiacán, así como “Los Zetas” que obligaron a sus enemigos del cártel del Noreste a fregar el piso vestidos con lencería, pudieron hacerlo porque el sistema penitenciario en México, durante los últimos 30 años, sigue preso por la venalidad, ineficacia e indolencia de quienes lo dirigen.

    Periodismo ético, profesional y útil para ti.

    Suscríbete y ayudanos a seguir
    formando ciudadanos.


    Suscríbete
    Regístrate para leer nuestro artículo
    Esto nos ayuda a identificarte mejor al poder ofrecerte información y servicios justo a tus necesidades al recibir ayuda de nuestros anunciantes.


    ¡Regístrate gratis!