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"Opinión"

"Los debates en la era de los memes"

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25/05/2018

    Arturo Santamaría Gómez

    El escándalo domina cualquier espacio de la cosa pública y más particularmente el de la dimensión política. Más aun: el escándalo se exacerba en los procesos electorales fuertemente competidos.
     
    John B. Thompson, el principal estudioso del tema, nos dice, en su ensayo “La transformación de la visibilidad”, que tal hecho social como evento mediático no es algo nuevo, existe por lo menos desde el Siglo 17 en las sociedades occidentales. Y agrega:
     
    “Es probable que la creciente frecuencia de los escándalos políticos tenga menos que ver con una decadencia general de los estándares morales de los líderes políticos que con las cambiantes formas y grado en que sus actividades se hacen visible en el ámbito público”.
     
    ¿Qué es lo que provoca esta mayor visibilidad de los escándalos políticos? Entre otros factores, “Las cambiantes tecnologías de la comunicación y la vigilancia”, nos vuelve a ilustrar Thompson.
     
    Es decir, en gran medida, la política en una sociedad altamente digitalizada, si hablamos del tiempo que vivimos, no puede escaparse del escándalo, si quiere impactar. Y el escándalo se convierte en espectáculo.
     
    Giovanni Sartori, otro estudioso de la sociedad contemporánea, aunque no comunicólogo como Thompson, nos ayuda a completar esta idea en su obra “Homo videns”. En esta reflexión Sartori argumenta que las mujeres y los hombres contemporáneos viven bajo la hegemonía cultural de la cultura de la imagen. Esta ya domina a la letra.
     
    La imagen no nos hace pensar tan profundamente como la letra. La televisión, es decir, la tecnología que transmite imágenes en la época en que el teórico italiano escribe su ensayo, dice él, debilita la razón, el intelecto.
     
    Si aceptamos esta tesis y la vinculamos con la de Thompson, podemos decir que las tecnologías contemporáneas de la imagen como la televisión, a las que hay que añadir obligatoriamente a la computadora, la tablet, el teléfono jobsiano y, por lo tanto, las redes sociales, han transformado definitivamente las maneras de hacer y percibir la política. 
     
    Si aceptamos las tesis de Thompson y Sartori, entonces podemos decir que la política es cada vez más menos racional e inteligente y crecientemente icónica, emocional y escandalosa porque así lo determinan las tecnologías imperantes. Si estas tecnologías no transmiten escándalo y espectáculo no tienen éxito, no son vendibles, no son comerciables entre la gran masa.
     
    En este contexto, los debates electorales en cualquier lugar del mundo, antes que un duelo de ideas acabadas son encuentros pugilísticos de denuncias, chistes, invectivas y acusaciones, a veces verdaderas a veces falsas, encaminadas a crear un escándalo que destruya a los oponentes y fortalezca la imagen propia.
     
    El que “mejor” escandalice (acusando, insultando, burlándose o diciendo verdades pero con énfasis teatral) y mayor impacto logre en las redes sociales, es el que gana un debate, según el gran público. Tenemos dos ejemplos recientes: Anaya, dicen la mayoría de las encuestadoras, ganó los dos debates porque habló y teatralizó mejor; sin embargo, eso no ayudó a que subiera en las encuestas para la Presidencia. En la más reciente encuesta de Los Pinos, del 23 de mayo, Anaya perdió 4 puntos, Meade subió 1.7 y el Peje subió 0.2 puntos.
     
    Los políticos y publicistas han entendido mejor que nadie esta realidad. Los críticos, ya sea periodistas, académicos, escritores o electores exigentes, podemos exigir que se debata con argumentos sólidos, y que se hagan propuestas bien elaboradas y fundamentadas, pero al gran público, particularmente el que consume más imágenes que textos, tiene un juicio diferente. Este público consumidor de memes se inclina por el político que mejor maneje la imagen y el escándalo.
     
    Y no es que los políticos carezcan de ideas y propuestas; no, simplemente lo que importa en los debates es lograr la percepción de que uno es más capaz, de carácter, carismático e incluso simpático, pero también más veraz y convincente. Y para eso hay que llamar fuertemente la atención soltando frases contundentes y recordables, creando imágenes llamativas y duraderas en los videntes de las redes y la televisión.
     
    Y si el contexto social y político de fondo embona con la personalidad que se exhiba en el debate, los resultados son más favorables para quien domine ese escenario que para aquellos que no han aprendido a actuar en esas condiciones.
     
    Ahora bien, ya es muy claro que pocos debates definen al triunfador de una elección. En el primero que se televisó en el mundo, sostenido por Richard Nixon y John F. Kennedy, no fueron las ideas las que hicieron ganar al segundo, según nos dicen los numerosos estudiosos de ese acontecimiento, sino el mejor manejo de imagen en el debate. El joven y pulcro le ganó al más experimentado pero con aspecto descuidado. La simplicidad del lenguaje televisivo fue favorable para Kennedy. 
     
    En realidad, en el actual proceso electoral mexicano se confirma que los debates han ayudado muy poco a conocer los programas de gobierno que proponen los candidatos y sirven más que nada para conocer sus personalidades y habilidades en los escenarios mediáticos.
     
    No parece haber de otra. Al menos hasta el momento.
     

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