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"OPINIÓN"

"Más que efemérides, conciencia cívica y ciudadana..."

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    pabloayala2070@gmail.com

     

    Últimamente se ha vuelto un sitio común ralentizar la marcha del país discutiendo estupideces. Por si no fuera suficiente el surrealismo del mecanismo empleado por el gobierno para deshacerse del dichoso avión presidencial, ahora estamos afanados e hiperentretenidos especulando sobre “las verdaderas y perversas” intenciones del Presidente de poner sobre la mesa la posibilidad de acabar con los puentes que traen consigo algunos días festivos.

    No caeré en el juego de la especulación porque, entonces, tendré que morderme la lengua. Por hoy mi único interés es destacar el trasfondo ético y cívico-ciudadano que debiera existir tras el nuevo afán presidencial: celebrar las efemérides patrias el día que toca; no antes, no después.

    Como de costumbre en una mañanera López Obrador dio la nota: “Anuncio que terminando el ciclo escolar actual, voy a proponer reformas, cambios, para regresar a las fechas históricas, para que sea festivo el día en que se conmemore una fecha histórica. [...] Los niños de las escuelas de secundaria hablan de los puentes, pero no del por qué no asisten a la escuela”. Y no solo hablan de ello los niños; también lo hacen sus padres, el tendero, los empleados del cine, el restorán y los familiares y amigos a los que es posible visitar durante esa minivacación.
    Si, como él dice, “no fue el diablito” el que esta vez le habló al oído sugiriéndole la idea de acabar con los puentes y, en-verdad, quiere “fortalecer la memoria histórica”, considero, que la vía no es la que propone, sino la de la educación ética, cívica y ciudadana. Me explico.

    En un artículo publicado en El País, al que tituló “La filosofía en la escuela”, Adela Cortina dice que la enseñanza de la filosofía en las aulas tiene cuatro tareas básicas:

    1. “Aprender a filosofar ayuda a la gente -y esta sería la primera tarea- a recuperar el pulso de la reflexión, haciendo un alto en el camino para llegar a saberse a sí misma y apropiarse de sus mejores posibilidades vitales, que es, a fin de cuentas, en lo que consiste la libertad.

    2. [...] Excitar la capacidad crítica es otra de las misiones de la filosofía desde sus orígenes, acostumbrarnos a discernir entre lo que pasa y lo que debería pasar, arrumbando los dogmatismos y los fundamentalismos que se blindan ante la argumentación. Dogmatismos religiosos, sin duda, pero también los políticos y económicos, el fundamentalismo de la gente eternamente plegada a los hechos (las cosas son así y no pueden ser de otra manera), de los insufribles beatos de lo “socialmente correcto”, el maloliente dogmatismo de los poderosos en cada uno de los ámbitos de la realidad social y de sus cobistas y esquiroles.

    3. [...] La tercera tarea es [promover] el arte de la argumentación, la costumbre tan sana como poco usual, de apoyar las propias posiciones con argumentos, es decir, con razones que otras personas puedan comprender y aceptar o rechazar, asimismo, con argumentos. [...] Fomentar una opinión pública razonante a través de la argumentación, la capacidad de deliberar en serio en comités, comisiones y en el espacio abierto por los medios de comunicación, es una de las misiones de la filosofía, indispensable para que una sociedad sea realmente pluralista y democrática.

    4. [...] La cuarta tarea es la de forjar ciudadanos que puedan saberse y sentirse como libres e iguales, siendo este el hilo conductor por el que Occidente ha optado en los últimos tiempos para educar desde un punto de vista ético”.

    El afán de formar ciudadanos no es algo nuevo como una tarea fundamental a la que no puede renunciar ni estar ajeno el Estado. Los filósofos de la Grecia clásica lo veían como una de sus funciones más necesarias, dignas y sublimes. De ahí que más próximo a nuestro tiempo, como nos recuerda nuestra autora, “A fines de los setenta y en los ochenta proliferaron las propuestas de educación moral, desde la clarificación de valores hasta el procedimentalismo de Kohlberg, el ‘saco de virtudes’ y tantas otras. Y poco a poco se fue conviniendo al compás del mundo occidental, en que las comunidades políticas tienen la obligación de educar en los valores éticos de una ciudadanía democrática: desde ellos debería orientarse el ejercicio de los conocimientos y las habilidades” que ejercerán los futuros profesionistas.

    Sobra decir que dicha formación está muy a la distancia de la domesticación ciudadana, o de pensar que ciudadano es aquel capaz de conservar en su memoria fecha y hora en que nuestros ejércitos dieron celebérrimas batallas, sufrieron tristes derrotas, el lugar de nacimiento de todos los próceres de la patria o la trama de los últimos días en que dejamos de ser Colonia. No, la formación ciudadana no debe reducirse a recordar un día, escuchar una efeméride patria, acudir a un desfile, cantar el himno y saber mantenerse en posición de “firmes” cuando hay honores a la bandera.

    La vida pública en el marco de una verdadera democracia, como bien dice Cortina, la construye un ciudadano que, desde el aula, se entrena y vuelve capaz de hacer su propia vida, asumirse como alguien libre, no vasallo ni siervo, mucho menos esclavo. Un ciudadano que, “junto a los que son sus iguales, sus conciudadanos, en el seno de la comunidad política, degusta los valores de la ciudadanía, sabiendo no solo el ‘qué’, sino también y sobre todo el ‘por qué’”. Alguien que cuando acude a las aulas se encuentra presto y dispuesto a “no quedarse en aprender los valores de las constituciones, y espabilarse a saber ‘dar razón’ de los que elige. En caso contrario, por mucho que ese joven aprenda de biotecnologías, [física industrial, finanzas, negocios o nanotecnologías], que habrán cambiado prodigiosamente en cuanto entre a la vida adulta, será incapaz de forjarse un criterio para discernir entre las que potencian la dignidad o la debilitan, porque al fin y al cabo, ‘crítica’ significa ‘discernimiento’”.

    Cuando la persona, el ciudadano, aprendió a degustar los valores de la ciudadanía, por añadidura, comprendió el papel, valor y sentido de la memoria histórica, y no porque se quedó en casa un día a descansar porque así lo indicaron en la escuela.

    Si el Presidente, de veras, quiere que nuestro país recupere la memoria histórica, y no solo busca imponer su voluntad, en alguna de las próximas mañaneras debería explicarnos la estrategia para detonar una discusión pública en la que, valiéndonos de herramientas filosóficas como la reflexión, la crítica y la argumentación, deliberemos sobre la mejor manera de honrar a quienes nos permitieron hacer nuestra patria, sin afectar o precarizar, aún más, nuestra vida concreta.

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