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"Opinión"

"¿Padres o cómplices?"

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11/09/2018

    Joel Díaz Fonseca

    Un amigo me envió por Facebook un video con un mensaje, muy fuerte, invitándome a reenviarlo a más personas.
     
    Es sobre un preso condenado a muerte, que como última voluntad pidió papel y pluma para escribirle una carta de despedida a su madre.
     
    Yo esperaba que esa carta estuviera llena de frases de amor y agradecimiento a la progenitora de sus días, pero resultó llena de reclamos por haberlo convertido en un criminal, por haberlo condenado a la ejecución.
     
    Era en sí un reclamo por haberlo consentido de más, por haberle solapado sus robos, por haberle ocultado a su padre todos sus malos actos, y haber terminado por echar a su padre de su casa cuando lo reprendió severamente la única vez que ella no pudo impedir que se diera cuenta de una de sus tropelías.
     
    El joven recluso termina la carta suplicando a su madre que alerte a otras madres sobre el daño que pueden causar a sus hijos si los sobreprotegen o solapan sus malas acciones.
     
    No hace mucho mencioné en uno de mis artículos un hecho real que fue presenciado por un amigo mío. El caso de un mozalbete que llegó muy contento a la fonda donde desayunaban sus papás, diciéndoles satisfecho: ¡Miren el Livais que le acabo de robar a un muchacho en la playa!
     
    En lugar de reprenderlo, los papás lo felicitaron por esa “buena” adquisición.
     
    Esto sucedió hace ya unos seis o siete años. El mozalbete debe ser ya un  joven de poco más de 20 años y lo más seguro es que siga haciendo “adquisiciones” de ese tipo o aún más graves.
     
    Tal vez ya haya ingresado a la cárcel o esté por caer, y la culpa no es solo suya, lo es también de sus padres, que no han sabido cumplir con su función de formadores y educadores de su hijo, por el contrario, han sido cómplices de sus robos, cómplices de los allanamientos a los derechos de sus víctimas.
     
    Sobre esta problemática, me llamó la atención un artículo del historiador y logopeda Pablo Pascual Sorribas, publicado en Aciprensa, agencia de noticias católica con sede en Lima, Perú (dicho sea de paso, siempre que quiero corroborar la veracidad de alguna supuesta homilía o declaración del Papa, recurro a esta agencia):
     
    “¿Qué ocurre cuando no tenemos autoridad en la familia? Que nuestro hijo se apodera de ella... En efecto, cuando nace nuestro hijo todos los padres disponemos del mismo capital de autoridad. En cambio, vemos a diario que, cuando un niño tiene sólo 3 años, ya hay padres que han sido capaces de aumentar su autoridad y padres que han perdido gran parte del capital con que partieron. Para seguir teniendo autoridad es preciso ganarla día a día con decisiones: correctas, justas y útiles”.
     
    Abrumadoramente cierto. Todos al nacer venimos con un determinado capital en virtudes, un gran capital de posibilidades que, como los personajes de la Parábola de las monedas de oro, podemos hacerlas crecer, mantenerlas estancadas, o lo que es peor, disminuirlas hasta perderlas.
     
    Igualmente los padres. Cuando nacen sus hijos, adquieren un capital de autoridad para moldearlos, formarlos y hacer de ellos hombres de bien. Pero como advierte el citado articulista, dependerá de la actitud que tomen los padres ante esas criaturas el que ese capital de autoridad crezca, o sea despilfarrado al dejarlos que hagan lo que les venga en gana.
     
    Si un hijo se vuelve caprichoso y los padres se vuelcan a darle todo lo que pide con tal de que no moleste, pierden su autoridad y él la gana, se les encima.
     
    Puede parecer una exageración, pero al ceder la autoridad, los padres están abriendo la posibilidad de que su hijo tome el camino equivocado y se convierta en delincuente. La delincuencia, como la avaricia, es también escalable. El apetito por las cosas ajenas puede llevar al homicidio, que es el apetito por las vidas ajenas.
     
    El muchacho que escribió a su madre desde la cárcel tenía todas las posibilidades para haberse convertido en una persona de bien, sin embargo, al volverse su madre cómplice de todas sus fechorías le cortó las alas. En lugar de volar por el viento y contemplar gozoso la creación, se convirtió en un animal rastrero que encontró placer en convivir con alimañas.
     
    El hijo se apropió de la autoridad cedida por su madre, y no para hacer el bien. Pagará seguramente con su vida por la toma de malas decisiones y haber hecho un mal uso de su libre albedrío. El reclamo a su madre tiene sentido, porque ella debió haber hecho uso de su autoridad para convertirlo en un hombre de bien, no convertirse en cómplice de sus desviaciones.
     
     

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