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    Está a la vista el cincuentenario de la gesta estudiantil del 68 y como un ominoso encuentro surgen ahora hechos que, pese a los cambios que el tiempo haya marcado en el entorno, reclaman de una exhaustiva atención resolutoria, pues acusan cierta similitud circunstancial con los que significaron el origen de la vorágine que desembocó en la matanza genocida del 2 de octubre en la Plaza de las Tres Culturas.
     
    Con las diferencias que aporta la cronología, el conflicto actual en la Universidad Nacional Autónoma de México se ha iniciado con la agresión delincuencial de grupos identificados como “porros” en contra de estudiantes, en tanto que la odisea de 1968 se inició el 23 de julio de aquel año en la fragua de una reyerta entre los “ciudadelos” y los “arañas”, dos pandillas que tuvieron un violento encuentro frente a la Preparatoria Isaac Ochoterena, y que engendró un enfrentamiento entre alumnos de esa misma escuela y estudiantes de la Vocacional 2 del Instituto Politécnico Nacional.
     
    La infortunada intervención represiva de la corporación policial que era identificada como los “granaderos” fue entonces el detonante del movimiento estudiantil que está por cumplir medio siglo de haberse constituido en impronta histórica, y durante cuyo dramático proceso se registraron hechos tan aciagamente memorables como el “bazucazo” disparado por el Ejército contra la puerta de la Preparatoria de San Ildefonso, en agosto de aquel año, y la invasión militar y toma de Ciudad Universitaria la noche del 18 de septiembre.
     
    Ahora no han sido simplemente pandilleros los que han prendido la mecha, sino agresores identificados como “porros”; esos grupos infiltrados para reprimir las manifestaciones estudiantiles y que tuvieron su estreno culminante el 10 de junio de 1971, recordado como el día del “halconazo” cuyo trágico saldo escribió otra página en el obituario estudiantil.
     
    Aquellos capítulos no deben reinscribirse en el México actual enmarcado en una transición gubernamental después de que más de 50 millones de electores validaron la esperanza de un mejor país. La presencia de los “porros” se asienta como un mal endémico en el campus universitario y esa nefasta impunidad tiene que ser encarada con decisión, pero sin caer en los extremos gorilescos que se aplicaron hace 50 años, pues hoy, como lo fue entonces, equivaldría a atizar un conflicto que se extendería en perjuicio de los auténticos estudiantes. La solución radical de este grave problema requiere de una estrategia que mantenga a salvo la integridad y los más legítimos intereses de las nuevas generaciones de mexicanos.
     
    Tocante a la transición en marcha, ésta ya se ha consumado en el Poder Legislativo cuyos nuevos representantes están dando de qué hablar, y en ese sentido no están correspondiendo a la confianza que en ellos depositó el Presidente electo Andrés Manuel López Obrador, cuya propuesta de cambio los transportó en la venturosa y gigantesca ola del arrasador triunfo electoral que los proyectó a la curul desde la cual están generando actitudes y dictámenes que, por encima de la supuesta separación de poderes, perjudican a la imagen de la entrante gestión federal.
     
    La esperanza del cambio que fue emblema del líder del Morena se disipa al influjo de la decepción cuando el electorado encuentra que lejos de la anunciada transformación persisten, corregidas y aumentadas, las viejas prácticas que han anulado la credibilidad del Poder Legislativo. 
     
    Mediante concesiones al vapor que le han otorgado partidos carentes de principios de identidad, Morena está logrando mayoría absoluta en la Cámara de Diputados, y ya aplica esa arrolladora condición para favorecer algunos dictámenes. Encuentran así el camino más cómodo hacia la imposición, ante lo cual los legisladores pensantes, que también los hay, están a tiempo de dar la respuesta que corresponde a la buena voluntad y a los intereses de quienes votaron por ellos. Y ése es el compromiso que cobra suprema prioridad.
     
     

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