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"REALIDADES"

"TRES FASCINANTES DIMENSIONES DE LO HUMANO"

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    Fiesta, muerte y religión
     
    El ser humano aprende pronto en su vida que no es eterno, que no sabe de dónde viene ni a dónde va, salvo que crea en las explicaciones que le da la religión. Su mejor forma de afirmarse en la vida es celebrándola
     
    José Daniel Chiquete Beltrán
     
    En México existe fascinación por la fiesta, la muerte y la religión. Son componentes esenciales de nuestra cultura e idiosincrasia. Las tres, como todos los eventos relacionados existencialmente con lo humano, son complejas por naturaleza y por significación. Son fenómenos que fascinan y atemorizan, que repelen y atraen simultáneamente. En ellas y con ellas crecemos, vivimos y morimos. Conocerlas mejor es conocernos mejor. Desde esta percepción, comparto algunas reflexiones en relación a ellas.
     
    La fiesta
     
    El ser humano es festivo por naturaleza, es un homo ludens. La fiesta es una actividad compleja, intensa y polisémica. Cada cultura ha desarrollado diversas formas de celebrarlas y significarlas. Existen las fiestas familiares, sociales y nacionales; también las religiosas y las civiles, populares y elitistas, privadas y públicas, espontáneas y establecidas cíclicamente. Hay fiestas altamente ritualizadas en las que se celebra o recuerda algún evento importante del pasado. Generalmente suponen una cierta ruptura con el tiempo y el espacio cotidiano; nos transfieren de un ámbito a otro, a nivel religioso de uno profano a otro sagrado.
    En muchas fiestas los participantes asumen roles o actitudes diferentes a lo ordinario: provocan metamorfosis a nivel real y a nivel simbólico. En cierto sentido, todas son extraordinarias, pues son una negación a lo ordinario. A través de las fiestas los grupos expresan su concepción de la vida, de la muerte, del mundo y de sí mismos.
    México es un país profusamente festivo, pues las fiestas han estado presentes en todas las etapas de su evolución. Tenemos en México un calendario lleno de fiestas, tanto civiles como religiosas, las que con frecuencia tienden a traspasar sus fronteras. Curiosamente un país que constitucionalmente es radicalmente laico y secular, marca su ritmo anual al compás de sus fiestas religiosas.
    Así como en el Siglo 19 México vivió desgarrado entre un liberalismo laico radical y un conservadurismo de tinte religioso intenso, cada uno tratando de imponer su visión del mundo, incluyendo sus héroes, fechas festivas y significados, en el Siglo 20 y lo que va del 21 parece que se ha llegado a una tácita concordancia por la que se ha conjugado lo cívico y lo religioso de manera convenientemente armónica.
    Celebramos con jolgorio el nacimiento de Benito Juárez y el de Jesucristo; gritamos con estridencia el 15 de septiembre por “los héroes que nos dieron patria” y con no menos decibeles entonamos las mañanitas a la Virgen de Guadalupe el 12 de diciembre; transformamos los panteones en verbenas el 2 de noviembre, así como hacemos que deliren de alegría los comercios en las fiestas navideñas. No podemos dejar de celebrar el Día de las Madres, la “madre de todas las fiestas”, como tampoco nos podemos sustraer a las cálidas delicias de la poca santa Semana Santa.
    No puedo resistirme a compartir una cita de Octavio Paz en la cual de alguna manera este insigne escritor interpreta lo que es la fiesta en nuestra cultura: “Entre nosotros la Fiesta es una explosión, un estallido. Muerte y vida, júbilo y lamento, canto y aullido se alían en nuestros festejos, no para recrearse o reconocerse, sino para entredevorarse. No hay nada más alegre que una fiesta mexicana, pero también no hay nada más triste. La noche de fiesta es también noche de duelo”.
    En la perspectiva señalada por Octavio Paz, podemos observar que la fiesta religiosa mexicana es ambivalente: en ella está presente el dolor sacrificial de la ofrenda y la alegría del festín comunitario. Lo sagrado se manifiesta en ceremonias de alta solemnidad, pero a la vez lo profano irrumpe constantemente, por un lado para generar el contraste con lo que consagra, y por el otro rebelándose y revelándose como contraste equilibrante. Por ejemplo, en un bautismo, donde al solemne rito eclesiástico le suele seguir una parranda apocalíptica de dimensiones pantagruélicas.
    Nuestras culturas ancestrales fueron muy fiesteras, pues era importante celebrar la vida y la muerte en todas sus facetas, y mantener contentas a todas las deidades que las patrocinaban. El vocablo nahua para baile es mitotia, de donde derivó la palabra mitote para referirse a las fiestas. Sin duda que los mexicanos antiguos eran muy mitoteros, como los de ahora, y tal vez en más de un sentido de la palabra.
     
    La muerte
     
    A poca gente le resulta grato referirse a la muerte, acontecimiento tan cotidiano y a la vez tan aterrador y misterioso. Ella es para muchos la más grande tragedia de la existencia, para otros quizá no sea más que un molesto asunto de la vida. La mayoría de los mortales tal vez nos encontremos ubicados en medio de estas dos posiciones extremas.
    ¿Qué es la muerte? La respuesta puede ser prosaicamente sencilla o alcanzar alturas literarias, teológicas y filosóficas inalcanzables para la mayoría de los humanos regulares. Por su carácter de rompimiento total de un proceso, y por el desconocimiento de lo que le continúa, casi nadie es indiferente a su presencia y sus efectos.
    La muerte da sentido a la vida, pero la vida, con su vertiginoso remolino de emociones, transformaciones y accidentes tiende a hacernos difícil el comprender y aceptar la muerte... aunque nadie vive sin morir un poco cada día. En el caso de la civilización oriental, vida y muerte no se consideran eventos contrarios, y son asumidas como una unidad; en la civilización occidental, por lo contrario, vida y muerte representan eventos que se niegan el uno al otro. Por ello los occidentales entendemos la muerte como una ruptura, una carencia, una pérdida. En el fondo, la muerte sigue siendo lo más desconocido y lo que más nos atemoriza.
    Fernando Savater escribió: “La certidumbre personal de la muerte nos humaniza, es decir nos convierte en verdaderos humanos, en 'mortales'. [...] Es precisamente la certeza de la muerte la que hace la vida algo tan mortalmente importante para mí”.
    En el caso de México, a través de la historia se ha ido construyendo toda una fascinante parafernalia en torno a la muerte, elaborada con elementos de diversa procedencia, en la que las religiones prehispánicas y el catolicismo popular han hecho aportes esenciales. Tal vez la expresión más pública del festejo a la muerte se percibe en las celebraciones del Día de los Muertos.
    Es tanto el miedo que el mexicano siente por la muerte que, parafraseando a Paz, le quiere quitar su terrorífico sentido haciéndola pan, dulces, piñata, caricatura y fiesta.
    Los cementerios o camposantos por uno o dos días se convierten en verbenas, en fiestas populares, lugar de comunión entre vivos y muertos, y con frecuencia también en alegres y ruidosas cantinas. La paz de los sepulcros es sacada unos días de su pacífica ensoñación.
    En un país como el nuestro, amenazado de habituarse a la muerte fuera de tiempo -si es que hay algún tiempo apropiado para morir-, eso de que “la vida no vale nada” se convierte en una macabra realidad que asusta a los que no queremos decir nunca “si me han de matar mañana que me maten de una vez”.
     
    La religión
     
    La religión es para muchos el constructo más eficaz para dar coherencia y sentido a la existencia. Partiendo de su raíz etimológica, es una “re-ligazón” entre el ámbito de la vida material y caduca con el ámbito de la trascendencia, con el sentido último de las cosas, incluyendo el de la vida y la muerte, con los dioses o, para los cristianos, con Dios. Las religiones son múltiples, pero de algún modo están ligadas por su poder de generar imaginarios que le permiten al ser humano gestar un mapa de orientación y recursos de sentido para vivir su existencia.
    Las formas predilectas de comunicación de la religión son el mito, el rito, el símbolo y la palabra, tanto oral como escrita. Ellos son como las mediaciones y escenificaciones de la realidad más profunda que sustenta nuestra existencia desde la “otra cara de la realidad”, la invisible. La religión no es ilógica ni irracional, simplemente posee una lógica y una racionalidad diferentes. La existencia de la religión está vinculada con la presencia de la muerte. Lamentablemente no tenemos a nuestra disposición una palabra más precisa que el término “religión” para describir la experiencia de lo sagrado. Sus huellas están esparcidas por todos lados, según el ser humano religioso. Según Rudolf Otto, lo sagrado se revela en ocasiones como lo “numinoso”: lo oculto y misterioso que produce al mismo tiempo temor que retrae y fascinación que atrae (“tremendum et fascinands”).
    En realidad, la religión no ha aportado mucho para entender la muerte, pero sí para darle un sentido a su presencia en la vida humana. Según Mircea Eliade, incluso la existencia más desacralizada conserva restos de una valoración religiosa del mundo.
    Por ello muchos discursos sobre la muerte, hasta los que pretenden ser ateos, están formulados en un lenguaje implícitamente religioso. En todas partes y en todos los tiempos la religión ha servido para dar sentido a la muerte.
     
    Algunos aspectos de una interrelación fascinante
     
    El ser humano aprende pronto en su vida que no es eterno, que no sabe de dónde viene ni a dónde va, salvo que crea en las explicaciones que le da la religión. Su mejor forma de afirmarse en la vida es celebrándola, haciendo fiestas que le permitan intensificar el sentimiento de estar vivo.
    El ser humano, por su misma condición social, es festivo y necesita la fiesta, como forma de asumir su propia existencia, de estar enraizado en la realidad, de vivir el espacio y el tiempo mesurables, de superar la desesperanza con la esperanza, la realidad con el deseo, la monotonía cotidiana con la variedad explosiva. También necesita la fiesta como forma de relacionarse con las otras dimensiones de la realidad: consigo mismo, con los demás, con el mundo, con Dios.
    Para muchos, la muerte es en principio el final de cualquier posibilidad de celebración, el momento del tránsito hacia lo desconocido o inexistente. Ante este terror primigenio, el ser humano se rebela desarrollando un poderoso arsenal de mitos, ritos y símbolos para recubrir la muerte con significados de vida.
    Las religiones procuran ayudar a transformar la muerte en sentido para la vida, y este sentido ganado se celebra haciendo fiesta, quedando así interrelacionadas fiesta, muerte y religión.
    La religión cristiana es una fiesta de la vida como antídoto ante la muerte. ¡Así de simple, así de atroz, así de terrible, así de misterioso, así de fascinante puede ser la interrelación entre estas tres dimensiones de lo humano!
     
    El autor es profesor de la Escuela de Humanidades y Educación del Tecnológico de Monterrey en el Campus Sinaloa

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