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"OPINIÓN"

"Un Presidente con poder"

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    Después de 21 años los votantes eligieron darle la mayoría en el Congreso -ambas cámaras- a la coalición Juntos Haremos Historia. Si esta coalición se mantiene en el tiempo -incluso puede ampliarse- López Obrador no tendrá obstáculo alguno para que todas sus iniciativas de ley prosperen y le faltarán unos cuantos votos para lograr la mayoría de dos tercios que se exige para modificar la Constitución.

    Lo primero que hay que dejar claro es que la decisión es de los votantes y que ellos son los que determinan qué tanto poder quieren que tenga el Presidente en turno. Si en esta ocasión decidieron poner en manos del o de los partidos del Presidente la mayoría en el Congreso, su decisión es legítima y respetable. Por algo lo habrán hecho. De lo que hay que hacerse cargo es de que la elección entre un gobierno de mayoría y uno sin mayoría tiene consecuencias importantes y duraderas.

    Existen dos posiciones sobre el tipo de gobierno que se elige partiendo de la base de que ambas son legítimas y, desde luego, legales. Algunos sostienen que lo mejor que puede ocurrir a un país o, más bien a su Presidente, es que haya un gobierno mayoritario. De esta manera se resuelve el problema sempiterno de los sistemas presidenciales: la oferta y el proyecto del Presidente y la de los representantes del Congreso -ambos con legitimidad en las urnas- pueden ser distintos, opuestos y hasta contradictorios porque el titular del Poder Ejecutivo y los integrantes del Poder Legislativo se eligen de manera separada (cada uno con su boleta). Surge entonces la pregunta. Cuál es el mandato de las urnas: ¿el de la plataforma del Presidente o -si el voto mayoritario no fue para su partido- el de la plataforma del partido que resultó tener la mayoría en el Congreso o la de los partidos que logren aliarse para tener mayoría en las votaciones caso por caso? La respuesta es que ambos poderes se tienen que poner a negociar e intentar acercarse a la preferencia del otro.

    Los “mayoritaristas” también sostienen que es mejor que el partido del Presidente tenga en sus manos la mayoría del Congreso porque así no se diluyen las responsabilidades. Porque así queda claro a quién hay que pedirle cuentas de que la oferta de gobierno llegue a buen puerto. Es este caso, se haría superflua un tipo de campaña como la de Fox en 2003 cuyo lema fue: “quítale el freno al cambio”. Adicionalmente se argumenta, con razón, que un Congreso opositor impide que el Presidente lleve a cabo sus proyectos pues basta que no le otorgue los recursos suficientes para hacerlo fracasar.

    La otra posición es la que favorece a los gobiernos sin mayoría. Aquí el argumento es que los presidentes son ya de por sí poderosos y si no hay contrapesos, particularmente por parte del Congreso, se vuelven “irrefrenables”. 

    Los contrapesos que vienen del Congreso son importantes por sus muchas ramificaciones. No sólo aprueba las iniciativas de ley sino que tiene el poder de la bolsa y la vigilancia de los recursos públicos, tiene facultades de nombramiento y de ratificación de puestos muy relevantes, posee el poder de superar el veto en caso de que el Presidente decida no publicar una ley y, tiene también, la posibilidad de interponer acciones de inconstitucionalidad. 

    Cuando el Presidente tiene la mayoría y los integrantes de su partido o coalición son disciplinados, todas estas facultades del Congreso se alinean con las del titular del Ejecutivo dándole mucho más poder para mandar, más probabilidades de ser obedecido y mucho menos probabilidades de ser vigilado y llamado a rendir cuentas. Además, los presidentes sin mayoría se ven obligados a tener una agenda más plural y a negociar con otros partidos que representan puntos de vista distintos. 

    Una y otra vez se ha hablado de que uno de los problemas más serios de los gobiernos minoritarios es la parálisis. La evidencia empírica para México y para muchos otros países pone en evidencia que tal no es el caso aunque lo que es cierto y hay que reconocer es que en ocasiones, la negociación puede empobrecer las iniciativas en lugar de enriquecerlas. 

    En las dos posiciones existen méritos y no hay sistema ideal. Como en casi todo en la vida hay ventajas y desventajas y los gobiernos con o sin mayoría no son la excepción. 

    Soy partidaria de los contrapesos en general, pero más lo soy en los casos de sociedades heterogéneas como la mexicana, con debilidades institucionales muy evidentes, con un regusto por los líderes fuertes, con una cultura de la legalidad de parte de gobernantes y gobernados muy precaria y con una tradición política que siempre ha privilegiado la concentración del poder. 

    Creo en los contrapesos por parte del Congreso también porque la corta historia de la transición mexicana y avances como el acceso a la información, la autonomía técnica y de gestión de la Auditoría Superior de la Federación, la independencia del INE o los derechos de las minorías no se entienden sin el fin de la hegemonía o de la posición dominante de un partido, particularmente el del Presidente. 

    Con todo, el elector decidió por hacer más débiles los contrapesos y esa voluntad debe ser respetada. Tan democrático puede ser un gobierno mayoritario que uno que no lo es.

    amparocasar@gmail.com

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