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"A propósito de…"

"Una Navidad para los desplazados"

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    arturo.lizarraga@hotmail.com

     

     

    Allá, arriba, en la sierra de Concordia, sábado 18 de noviembre: En el atrio del templo de Santa Lucía están reunidas seis familias. Son todas las que ahí se encontraban ese día después del terrorífico verano. Una comitiva las visita para entregar acopios de alimentos y ropa enviados por gente de Mazatlán. Unos niños se acercan, curiosos, al grupo aquel. Ríen, aunque cuando los llamamos muestran timidez. Sus ropas, por supuesto, son modestas. Algunos de los niños traen zapatos muy viejos, otros huaraches también muy viejos. Llama particularmente la atención una niña, como de 7 años, por su dificultad para caminar. No padece alguna enfermedad o un mal visible. La dificultad para caminar entre los pedruscos es debida a su calzado: zapatillas de tacón alto y que no son de su talla. Las tomó prestadas de su mamá para ir a ver qué sucedía en el atrio. Es que ella no tiene zapatos. Ni huaraches. Ni nada con qué proteger sus pies. Cuando se entera que entre las bolsas del acopio van zapatos, busca afanosa algún par de su medida. Desgraciadamente no lo hay. Su carita se ensombrece, pero luego sonríe cuando le decimos que pronto le llevaremos un par.

     

     

    Una de las señoras de las que se acercaron, cabeza de familia, reconoce a algún miembro de la comitiva que los visita. Lo saluda con mucho afecto y un apretón fuerte de manos. Sucede que cuando ella estuvo en una de las colonias del puerto recibió algún apoyo de manos de él. Al preguntársele por qué se regresó a Santa Lucía, dice que porque no aguantó el calor del puerto. Ni el amontonamiento en que estaba, pues compartía una casa con otras dos familias. Tampoco tenía dinero para pagar diario el agua de garrafón. “La calor -dice- allá es insoportable. Y aquí, mire, qué a gusto”. Tampoco aguantó los desprecios de que era objeto. Nos cuenta su historia: cuando se desplazó a Mazatlán, quemó sus pertenencias. Todas. “No, profe, ¿cómo íbamos a dejarlas? ¿para que los malandrines durmieran en ellas? Preferimos quemarlas antes de que aquellos las usaran”. Otras familias hicieron lo mismo. Ahora, a su regreso, ya no tienen nada. Literalmente.

    Una anciana, como de 80 años, se hace presente. Su esposo es un poco mayor que ella. Lacónicamente nos dice que no quisieron dejar su pueblo. Prefirieron afrontar el riesgo de las balas antes que dejar la casa en la que han vivido desde que se unieron en pareja. Es una casa de adobe construida en una ladera. Viven solos, pues sus hijos crecieron y se fueron. Desde el atrio del templo, se observa al señor desgranando mazorcas de maíz. Un perro flaco, por ahí anda, cerca de él. La señora que acude a recibir el modesto presente de los mazatlecos no sonríe para nada. Recibe la modesta despensa y se retira casi en silencio. Solo musitó un “gracias, señores”. Pienso que vive triste.

     

     

    Acá, abajo, en el puerto, fines de noviembre: En la Universidad Autónoma de Sinaloa, alumnos del grupo 4-6 de la Facultad de Trabajo Social-Mazatlán, escuchan atentos a un expositor. Ellos sabían de los desplazados y de la violencia de que fueron objeto. La mayoría de ellos, se enteraron a través de la prensa; otros, por narrativas de parientes; unos más, con domicilio en la cabecera municipal de Concordia, porque vieron llegar las caravanas de desplazados. Luego, vieron cómo vivían en el cobertizo, albergue provisional donde dormían mientras pensaban qué hacer. Al término de la charla, los alumnos unánimemente decidieron organizarse para buscar apoyo. Nombraron una comitiva. Alimentos, calzado, ropa de invierno, medicinas, dulces, juguetes, es lo que pedirían a sus condiscípulos de la licenciatura. Están pensando, aquellos muchachos, en enviar a la sierra lo que recaben como un presente de Navidad. La directora, al saber de tal iniciativa, la recibió y gustosa la apoya. Como representante institucional pero también de manera personal.

     

     

    En una escueta secundaria técnica de reconocido prestigio académico, una maestra tuvo una iniciativa similar: hacer acopio entre los alumnos y sus familiares para entregarlos a los desplazados. Visitó al director de la escuela, quien también aceptó e hizo suya la propuesta. Lo que recaben lo enviarán a quienes, a pesar de todo, permanecieron en la sierra o a ella regresaron. 

    El periódico Noroeste-Mazatlán, hace lo suyo. No es su función, pero conocen de primera mano el drama de la sierra. Por allá han estado sus reporteros dando cuenta de lo sucedido. Sus oficinas se convierten en centro de acopio. Están seguros, los directivos, que la gente acudirá con sus donaciones para que procedan en consecuencia. Igual, podrán ser entregados a quienes están desperdigados en las colonias marginales de Mazatlán.

     

     

    Alguien nos presenta una idea: como la Navidad está cerca, sería muy bueno organizar una posada para los niños que viven aquel drama. Nos parece bien. Estamos convencidos que será un éxito. Sabemos que otras instituciones -gubernamentales o no; públicas o privadas; individual o grupalmente- se sumarán a este evento. Siempre desinteresadamente. Así son los sinaloenses. Sabemos que todos quieren contribuir para regalar a los desplazados una Feliz Navidad.

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