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"Columna semanal"

"El Octavo Día: La última corrida del Imperio"

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EL OCTAVO DÍA

Cuando se despidió de Mazatlán, el Mariscal Armand Castagny, artífice del incendio de Concordia y la política de arrasar todos los pueblos entre los ríos Presidio y Baluarte, en 1864, se le brindó la celebración de una corrida de toros.

¿De quién habrá nacido la idea de homenajear al General Armand Castagny con un espectáculo tan sangriento como una corrida de toros? Tenemos pocos datos de la parte oficial, pero está en los libros la referencia.

A la luz de la historia, hoy parece una indirecta descortés, pero esto nos dice también que era una festividad muy popular y aceptada socialmente.

¿Le gustaban al Mariscal las artes de la tauromaquia o no le encontraron mejor entretenimiento los mexicanos de la salvaje provincia de Sinaloa? ¿A quién se le ocurre hacerle una fiesta brava al general del ejército invasor, que mantuvo asolada la provincia y ya se batía en discreta retirada?

La diplomacia es una ciencia de salón inventada por los franceses y en el sur de Francia también practican aún su propia versión de la llamada fiesta brava.

¿Acaso daban por hecho que su partida era temporal e iban a mantenerse en el trono el Imperio de Maximiliano de Habsburgo?

Esas preguntas quizá se las hagan con extrañeza los historiadores del mañana y la gente que ve a la religión de los toros como un resabio de los primitivos habitantes de las grutas de Altamira y Lascaux, allá en España y Francia, que nos dejaron toros dibujados en la roca.

Según esto, cuando se hacían pinturas rupestres, los hombres del periodo cuaternario ya no vivían en las cuevas, aunque sigamos llamándoles “hombres de las cavernas”. Iban a esos sitios como quien acude a un santuario, al sitio del origen, al lugar donde encontraron su primer ritual, sus paleolíticos ancestros y ahí veneraban a dichos mamíferos astados.

Pues eso ocurre aún con los toros. Son la misa del sol y de la sangre en medio de la arena y las voces de todo un pueblo, congregado por la danza de la muerte.

¿Ver a esas figuras en las grutas bajo la luz de las antorchas era una situación similar? La historia es pasión, pero a pesar de esos ecos prediluvianos, no concibo cómo se dio esa corrida de toros para despedir al polémico Mariscal Castagny de Mazatlán, capital de la aguerrida provincia de Sinaloa, lugar desde donde no pudieron ir más allá las tropas de Napoleón III. Sus horrorosos incendios en los poblados aún se recuerdan.

Parece ser que los franceses no llegaron más arriba de Sinaloa porque no tenían interés en los desiertos de Sonora y las tierras del Valle de Culiacán, que entonces no eran tan fértiles.

Faltaban más de 100 años para su actual red de presas y la llegada de la semilla de adormidera.

Los franceses se fueron por su propio pie. Las presiones diplomáticas de Washington, al terminar la guerra civil, hicieron volver a Luis Napoleón a los brazos de Eugenia de Montijo, además de que se dieron cuenta que ya no era negocio el Segundo Imperio Mexicano.

Además, como todas las cosas que se estaban modernizando, el primer ejército del mundo se estaba volviendo una máquina de burocracia. Los soldados que cumplían dos años en un sitio debían recibir un pago extra o ser relevados por otros.

Quizá dicha corrida se llevó a cabo en el sitio donde hoy se erige el Mercado Pino Suárez, ubicación de la plaza de toros de la que tenemos más antigua referencia. La familia de Castagny aún conserva la invitación a los festejos como una orgullosa reliquia de su tiempo.

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