Mi madre me contó la historia. Dice que era como si la tierra estuviera enojada desde adentro, con un dolor tan grande que no se quedaba tranquila. Todo empezó a sacudirse. Ella recién salía a la calle a tomar el microbús que la llevaría a su trabajo. Se quedó paralizada sin saber si correr o echarse a llorar; hizo las dos cosas juntas y se detuvo en la marquesina de un viejo café. Todos corrían, pero ella no veía a la gente ni a sus pies presurosos. Veía cómo se desmoronaban las paredes de los edificios y cómo quedaban expuestos los secretos de sus interiores. Cuando ella me contaba yo imaginaba que eran como galletas molidas por unas manos fuertes que no tenían distingo que fueran de vainilla o de chocolate. Mi madre seguía contando y mis galletas cambiaban de forma y de color; se convertían en galletas de animalitos, de esas que vendía el señor de la esquina en un cucurucho de papel. Pero mi madre decía que ese día del terremoto ella no pensó en su vivienda, sólo se quedó allí parada, en ese café. Dijo que todo lo vio chiquito. Que no había nada que resolver, no había prisas que seguir ni palabras que decir. Todo se venía abajo; el concreto se convirtió en papel. Esa mañana, la gloriosa ciudad que mi madre veía sin observar, cambió para siempre todos los días de su vida.
Sólo unos minutos, eso me dijo mi madre. Apenas tuvo tiempo de sacudir la cabeza y empezó a escuchar los gritos de la gente. Las caras que miró ese día no las olvidó nunca. Yo no olvido la de mi madre cuando me contó lo que vio al regresar a su edificio. No había torres, no había pisos, todo se había convertido en una montaña de escombros. Yo no imagino cómo vivió ella los días que le siguieron. Sólo me dijo que creyó que a partir de entonces a todos se los había tragado un poco la tierra. Mi madre apenas tenía dieciséis años; nunca había pensado que yo llegaría.
Estoy recordando lo que vivió mi abuela y cómo perdió a su familia. Justo hoy, casi pierdo a la mía. Aquí también se enojó la tierra y con ella sus raíces; el lodo se nos vino encima y el agua se llevó todo. Las gallinas que teníamos en el corral, todas juntitas se fueron. La mula y los marranos que estaban más grandecitos, también desaparecieron. ¿Será que cada tiempo la tierra se sacude y se traga todo de un bocado? Ahora entiendo a mi abuela porque yo también me quedé parado. Los vecinos me gritaban que qué hacía yo adentro. Yo no podía dejar que se murieran mis libros.
Cuando el agua me llegó a las piernas, me dio mucho miedo y lo que alcancé a sacar fueron los zapatos nuevos que tenía arriba del ropero y también mi mochila. Quería traerme la muñeca de mi hermana, pero ya no me dio tiempo; espero que no se enoje conmigo. Dicen que nos van a llevar a un lugar seguro donde nos darán techo y comida. No sé si allá podré hacer mi tarea ni si podré bañarme, pero dicen los demás que eso no importa tanto, que debemos sentirnos felices porque nos llegó la ayuda.
Yo no sé cómo me siento. Los animales y las cosas que teníamos todas se perdieron entre el agua, pero mi hermana y mis padres están conmigo; también los amigos de mi calle; todos estamos a salvo en el mismo lugar. También pienso que la mañana de 1985 mi abuela se quedó sin nada y sin nadie, la ayuda de los demás no le alcanzó para regresarle lo que la tierra se había tragado. Vivió cada año de su vida recordando ese momento.
Comentarios: majuliahl@gmail.com
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