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"COLUMNA"

"Las alas de Titika: Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer"

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LAS ALAS DE TITIKA

¿Qué tanto harías en un crucero?, comer, jugar, comer, gimnasia, comer, bailar, comer, asistir a shows, comer, dormir, comer, comprar, comer, beber… si tienes suerte ver el mar y si la euforia te deja, descansar. Ningún conocido —apenas cuatro— que haya hecho un viaje en crucero me ha dicho que el paseíto sea una mala experiencia. Dicen que es lo mejor que han vivido, que es algo maravilloso, grandioso, portentoso —lujo de pocos—. Dicen que haces amigos, que los fines de año son de lo mejor, que el capitán es un tipo elegantísimo, que jamás habían comido tan rico, que es un perfecto orden etc, etc… Nadie me ha dicho nunca que haya visto a Moby Dick o que se haya topado con un barco ballenero en plena cacería o que haya visto cardúmenes

luminosos o peces voladores, pero recién conocí a alguien que describió su tortuosa experiencia como "algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer".

 Lo primero que constató Wallace es que el descanso y la diversión prometida en los folletos publicitarios dista nudos —medida marítima que nunca entendió, pero que igual todos mencionaban— de lo vivido una vez zarpados. En tierra, antes de partir, nunca sabes cuándo te has embarcado; todo es tan gigantesco, tumultuoso y metálico que no hay manera de saber cuando ya estás del otro lado.

 No hay ropa que absorba los chorros de sudor que destilas en la larga espera; tal parece que la agonía inicial es proporcional al paraíso prometido. Lo primero que descubres es que todo es tan escandalosamente blanco y pulcro que parece un barco recién hervido. Ya en el crucero de siete noches por el Caribe (7NC), a bordo del Zenith, —un barco de 47 mil 255 toneladas— dejas atrás el peso de la vida cotidiana y mágicamente sientes flotar en un océano de sonrisas, entre un lujo grotesco y absurdo.

 Yo habría pensado que entre más profunda la inmersión más se adentra en el marítimo y maravillosos universo desconocido. Tal parece que no, leer a Wallace me dio otro ángulo. Que los más de 10 pisos, los más de 1500 pasajeros, los más del doble de empleados, sus restaurantes de especialidades, exclusivas tiendas, camarotes con jacuzzi, piscinas, spas, sus palmeras automáticas y toda la certificación cien estrellas hace parecer que vas en un trozo de tierra rodante con todos sus servicios y lujosos edificios encima. Eso me dio la mirada de David Foster Wallace (1962-2008) en Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer, donde cuenta lo vivido en un crucero de lujo por el Caribe; algo que prometía ser un simple viaje para relajarse se convirtió en su peor pesadilla.

 Wallace recibió el encargo, por la revista Harper’s, de escribir una especie de gigantesca postal basada en su experiencia: “ve, sumérgete en el estilo de vida caribeño, vuelve y cuenta tu experiencia”. El resultado es un crudo ensayo, un libro que ha sido catalogado como una de las radiografías más agudas e irreverentes de la cultura americana de fin de siglo, en la que se entremezclan la familiaridad, el asombro y una mordacidad descabellada.

David Foster Wallace ha sido para muchos el novelista más importante de su generación. Sus novelas, relatos y artículos destilan exuberancia técnica y perspicacia filosófica. Se dio a conocer más por su novela La broma infinita. ¿Cómo llegué a él?, por una de mis series favoritas Merlí —esa es otra historia—.

 He notado el color de la loción de bronceado extendida sobre 10 mil kilos de carne caliente. He comido más comida y más elegante que en toda mi vida. He sido objeto de mil 500 sonrisas profesionales. He visto que limpian mi camarote al menos 10 veces diarias. Me he sentido tan deprimido como no me sentía desde la pubertad. Me ha quedado claro que una de las tareas del director del crucero y de su plantilla es convencer a todos de que todo el mundo se la está pasando bien…”, dice Wallace. A 10 años de su partida, una historia que no te puedes perder.

Comentarios: majuliahl@gmail.com

 

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