"El Octavo Día: Disco night réquiem"
La época disco concluyó oficialmente en Mazatlán con la demolición de uno de sus bastiones el pasado sábado en la Avenida del Mar.
Ha dejado de girar la Bola de cristal, la Jirafa de Yorshi, el mágico Caracol que nunca fue un Palacio del Tango, el antiguo Bocaccio que fue este puerto en los desenfrenfados años 80, un zoom cultural que los ingenuos de hoy califican de ingenuos. (He jugado en este párrafo con los nombres de algunas antiguas discotecas, sepultadas por el lucido olvido de la modernidad líquida que se niega a desarrollar memoria auxiliar).
Aunque ya era una ruina ocultada con pabellones turísticos y culturales, el sitio mantenía una carga y un peso simbólico de una época ida y de un Mazatlán igualmente ido.
Fue parte de un boom económico y social, porque me rehúso a usar aquí la palabra cultural. El turismo capitalino que venía huyendo de la zona rosa y el conjunto Marrakech para discotecas igual de caras, pero que estaban frente al mar. ¿Y cuál era la ventaja?
En todo el pais, le llaman “El sonido” al equipo de Djs y que ambientan un festejo. Solo en este pueblo les decimos “Disco Movil”. Está en nuestro gen andar por la vida caminando como John Travolta.
Por culpa de esas discotecas, la gente de Culiacán decía que a los porteños nomás nos gustaba lo americano.
Muchachas que venían a estudiar provenientes de Los Mochis, Guasave, Guamúchil y puntos circunvecinos eran dejadas ir con horror por sus conservadores padres, temerosos de que se perdieran en esta Babilonia de luces titilantes.
Algunos preferían enviarlas a Culiacán o Guadalajara para alejarlas de esta perdición de música estridente... Reputaciones y vidas enteras se echaban a perder si alguna de ellas era vista una noche en un centro nocturno, acompañada por un desconocido.
Hoy la raza ha cambiado. Prefieren más el sitio lounge, hecho con buen diseño, con música igual de sin sentido que la disco, pero ahora dark, industrial o hasta de trova, que antes fue una curiosidad antropológica solo para tipos de pelo largo, camisa de manta y huarache.
Hay más tiempo para pasar en los cafés nocturnos conectados a un teléfono. No hablar casi con tu compañero, estar con una mirada el vacío, fingiendo que tu aburrimiento es sacramental, hasta irse a un after.
Pero cuando había pocos sitios, las discotecas eran el espacio donde la persona común se fugaba de la realidad. Para la adolescencia existía la tardeada para irse en domingo o en fiestas escolares a esos templos de un lejano desenfreno computarizado.
¿Cuántas generaciones tomaban el Sábalo Centro o el Cerritos Juárez para pasar el domingo en el Caracol, todavía oloroso al tabaco adulto de la noche anterior?
Se acabó ese tiempo que el ligue empezaba con una palabra mágica: ¿Vamos a la tardeada? ¡Adiós a todo un mundo y bienvenidos a lo desconocido!