"ESPECIAL/Historia de una hacienda y un paraíso perdido"
MAZATLÁN.- El sol calcinante sobre las ruinas del ingenio de El Roble señala la decadencia de un paraíso perdido.
Mi Zacanta, recuerda una de las habitantes de la casa grande del ingenio azucarero, rememora un acto de amor de su padre, que le regaló la montaña que define el paisaje, igual que el rey del poema de Rubén Darío, que le da a su pequeña princesa una estrella o un rubí.
Prendida de un barranco, que la mano del hombre suavizó convirtiéndolo en tres fluidas terrazas, donde florecieron los jardines colgantes de El Roble, exhuberantes de amapolas, margaritas, banderas y amapas que embellecían con sus olores y matices la silueta de la Casa de los Haas, la legendaria familia que construyó el ingenio azucarero que hizo prosperar un ranchito cercano al Río Presidio, y lo convirtió con la fuerza de manos sinaloenses en una comunidad próspera.
Los terrenos del valle ubicado entre el cerro de Zacanta y el Río Presidio son ideales para el cultivo de la caña, no sólo por la cantidad de agua que riega el terreno y el limo acumulado en cientos de años, también por el clima tropical, caliente y mojado que vuelve sensual el paisaje.
Las semillas que se convirtieron en sus frondosas amapas fueron traídas desde Colima. Piedra por piedra del Río Presidio, con ellas se empedró la gran terraza que domina el valle, en donde convergía toda la vida y la riqueza de la hacienda. Ahí estaban los camiones, los bueyes y los burros jalando carretas, costales de maíz y frijol para la tienda de raya, por ahí entraba el alcohol al almacén y los caudales para ser resguardados.
Cada tornillo fue traído de San Francisco y de la Fundidora de Mazatlán para armar la maquinaria de vapor para transformar el jugo de caña en melaza y después en azúcar refinada. Los ladrillos fueron tostados al sol, y la barranquita que domina el valle fue retaplenada para construir la casa.
En el enorme patio sembrado de amapas, por donde paseaban los pavorreales, aun se yergue la torre coronada, a más de 13 metros de altura, por un cubo de ladrillo que albergaba el agua que le daba de beber a la casa y sus jardines.
También servía para llenar la alberca que se encontraba a un lado de la cancha de tenis y que se rebosaba cuando llegaban visitas de Mazatlán, los fines de semana, cuando se mataba una res para darles de comer a los que llegaban a gozar de un edén tropical.
Laura Delia Haas creció pensando que el cerro de Zacanta era suyo, aun le dice "Mi Zacanta", su padre, Antonio Haas Canalizo, se lo dio cuando era pequeña y cabalgaba junto a él hasta las faldas de la emblemática montaña para revisar los pozos, los canales de riego y los cientos de mulas que trabajaban en el ingenio, y que en lluvias eran llevadas a pastar a los potreros que ahí prosperaban.
"Me encantaba ir a El Roble, llegaba y me ponía mis pantalones para montar, cabalgaba por horas. Me gustaba sentir el viento acariciarme el rostro, integrarme al paisaje y a la bestia en el vértigo de la velocidad que libera al caballo y a quién lo monta", recuerda Laura Delia.
Desde niño, Don Alejo vivió en el ingenio, él resguarda la historia de la Hacienda y desde su posición tuvo el privilegio de ver la vida y la obra de "Los Haases", como les llama.
"Mi bisabuelo contaba que desde 1880 ya existía un trapiche que fabricaba piloncillo para el consumo de la región. Mucho antes, a mediados del siglo 19, dicen que los arrieros que bajaban de la sierra con sus recuas de mulas llegaban a descansar a la sombra de un roble, que con el tiempo se convirtió en punto de referencia, y se instalaron un grupo de casas que atendían a los viajeros. Así nació la pequeña comunidad de El Roble", comparte el historiador autodidacta.
Don Alejo se sabe de memoria una historia con tintes de leyenda: August Haas fue un soldado que combatió en la guerra de Prusia contra Francia, y huyendo de la barbarie de la guerra llegó a Culiacán, se casó con la hija del Gobernador de Sinaloa, Francisco de La Vega, y emprendió actividades de comercio.
Al hijo de este soldado, Guillermo Haas de la Vega, lo enviaron a estudiar negocios a Inglaterra. Sólo pidió como condición que le compraran un piano para seguir cultivando una de sus pasiones, la música, en las Islas Brumosas.
De regreso, llegó al sur de Sinaloa y se instaló en Mazatlán. El Gobierno de Porfirio Díaz le otorgó una concesión para cultivar un terreno de 800 hectáreas, en el valle entre el Cerro de Zacanta y el Río Presidio.
"En 1900 compraron maquinaria de vapor en San Francisco para procesar la caña que producían. La producción entera se mandaba a un solo cliente en la Ciudad de México. Guillermo Haas se casó con Doña Josefa Canalizo, descendiente de familias de Concordia, por eso la gente de confianza del ingenio eran personas de ese rumbo. Tuvieron 11 hijos, tres mujeres y ocho hombres, todos estudiaron en San Francisco, los mandaban por barco desde la secundaria", relata.
"Guillermo y Antonio se hicieron cargo del ingenio, José estudió para abogado y Carlos cursó en una universidad de México la carrera de ingeniería. A Jorge lo mandaron a estudiar a Alemania".
Alejo narra que durante la Revolución "Los Haases" consiguieron acordar con los generales Carrasco y Ángel Flores para que no se llevara 'la bola' a los trabajadores del ingenio.
Cuando estaba el ingenio era muy próspero el pueblo, había mucho trabajo, 'Los Haases' construyeron muchas casas para los trabajadores", explica.
"A Doña Josefa le gustaban mucho las plantas, tenía dos jardineros que atendían las terrazas y el jardín de enfrente. De ella heredó Antonio Haas su amor por las plantas, hasta un libro hizo. En las terrazas había guayabos, papayos, en el jardín de adelante había dos limeros, algunos arbustos de limonarias que perfumaban toda la casa, un chicozapote y rosales".
El sueño agrario de darle la tierra a quién la trabaja le dio el primer golpe al ingenio. Las 800 hectáreas de caña que "Los Haases" sembraban se redujeron a 100, después del reparto de tierras. El sindicalismo, también impulsado por el Presidente Lázaro Cárdenas, implantó una lucha permanente entre la administración del ingenio y los trabajadores.
La falta de terrenos para aumentar la producción de caña no permitió convertir el ingenio de El Roble, que era de segunda, en uno de primera. El Gobierno controló el mercado y estableció los precios del azúcar, ese fue el tiro de gracia.
Antonio Haas, el último de los herederos del ingenio, entregó su administración a Antonio Toledo Corro en los años 60, del siglo 20. Consiguió un préstamo para revitalizar el ingenio, pero no pudo salvarlo. Cerró en 1968.
En los 70 se abandonó la casa grande de Los Haas, cayó en ruinas. Los pobladores se llevaron puertas y ventanas, igual que la maquinaria y los ladrillos del ingenio. De una de las paredes derribadas de la casa que domina el valle salieron 11 cajitas de madera, contenían los ombligos de los hijos de Guillermo Haas y Josefa Canalizo.
El pueblo actualmente sobrevive de las pensiones que da el Seguro Social, que Toledo Corro negoció con el sindicato de la industria azucarera para que jubilara a algunos de los trabajadores. Muchos desempleados emigraron a los Estados Unidos y le dan aliento de vida al pueblo con las remesas que mandan.
Otros pocos consiguieron trabajo en el aeropuerto. Alguien se ha preocupado por mantener en pie la casona que conserva su silueta señorial. Las terrazas están pelonas, las viejas amapas se mantienen en pie, abajo, cerca de lo que fue la huerta, como una esperanza, retoña un pequeño roble.