Mario Martini
Pocos músicos profesionales, promotores artísticos, empresarios radiofónicos o industriales discográficos de la década de los 40 del Siglo pasado apostaban al éxito de un empecinado músico rural, originario de un modesto pueblo sinaloense, enverijado en los faldones de la Sierra Madre Occidental, que llegó a la Capital de la República sin dinero, con dos vagas referencias y una obsesión: "no descansaré hasta que la música de banda sea escuchada en todos los rincones del mundo".
Contra un alud de recomendaciones familiares para que cancelara el viaje, se fue a la Ciudad de México a grabar música de banda sinaloense. Por aquellos tiempos, los promotores musicales estaban extasiados con las grandes orquestas estadounidenses, los éxitos garantizados del romanticismo de tríos e iban a la segura con los ritmos de moda, como el Danzón, Cha-Cha-Cha, Cumbia y Mambo. Eran tiempos ocupados por los "crooners", Agustín Lara, Toña la Negra, Pérez Prado, Acerina y su Danzonera, Jorrín, Elena Burke, José Antonio Méndez, "Bola" de Nieve, Los Panchos, Los Ases...
Hacían fila en las banquetas de la XEW, XEX y RCA Víctor, personajes anodinos, boxeadores, meseros, que pulsaron el peso del rechazo, como José Alfredo Jiménez, Vicente Fernández, Javier Solís y muchos otros que no cubrían las expectativas de la industria del disco que iba al éxito asegurado con artistas consumados de México, Sudamérica o el Caribe.
A esa capital del Salón México, del Waikiki, la XEW..., donde tocaban las orquestas cubanas de la revolución; cantaban Genero Salinas, Emilio Tuero o Fernando Fernández; donde el "Flaco de Oro" desvanecía a los enamorados de la época con su cursi romanticismo, lo mismo que el mazatleco Fernando Valadés, llegó el músico rural Cruz Lizárraga Lizárraga, sin más equipaje que vagas referencias de dos paisanos que triunfaban en la capital del país: Mariano Rivera Conde, originario de La Noria, director artístico de la poderosa RCA Víctor; y Tirso Rivera Ibarra, originario de Villa Unión, Secretario General del Sindicato Único de Trabajadores de la Música.
Era poco probable, por no decir imposible, que pudiese entrar a ese mundo con una banda provinciana que no estaba en condiciones de competir con los ritmos y cantantes de moda. Los expertos en mercadotecnia musical, que entonces se hacía de "oído y olfato", trataron de convencerlo para que regresara a su pueblo a tocar en bailes y carnavales. Sin embargo, aguantó todo, incluso ofensas y críticas mordaces que lo arrinconaban como músico descuadrado y desafinado.
Su empecinamiento, que lo mismo abrió las puertas de la música que le arrimó favores de varias mujeres, fue clave para tocar el botón en el momento exacto. Rivera Conde, entonces respetado productor de la época, sentía una especie de devoción nostálgica por la música de banda. Hasta antes de morir, en sus momentos de soledad, escuchaba a todo volumen los discos que le produjo a la Banda de El Recodo, como Vito Genovese escuchaba a Caruso.
Él lo convenció para que empezara interpretando los ritmos del momento. La banda no tuvo inconvenientes para tocar La patrulla americana, Sansón y Dalila o una cumbia, pensando en que algún día grabaría música sinaloense. El momento llegó con la grabación del primer disco, que incluyó los temas El Sauce y La Palma y Mi Gusto Es, canción de cabecera de Rivera Conde.
Cruz Lizárraga consumó su sueño, pero el destino, indescifrable como es, le impidió disfrutar su sueño y vivir la vida que viven sus descendientes.
¿Qué pitos tocas?
Cruz Lizárraga Lizárraga fue hijo de una pareja de modestos campesinos: Teófilo Lizárraga Garzón y Concepción Lizárraga de Lizárraga. Nació el 1 de julio de 1918 en un bello paraje donde encuentran reposo las aguas rebotadas del Río Presidio, justo donde dos codos invertidos forman un "recodo", paisaje que da nombre a su pueblo natal.
El nacimiento de "Crucillo" encontró a la humilde familia entre una revolución que se negaba a morir y que se alargaría hasta el cardenismo que despojó a quienes en el Sur de Sinaloa habían recibido la tierra de generación en generación. En ese contexto de sangre y pobreza ¿qué pitos tocaban los filarmónicos? Por no ser útiles al servicio de las armas o para sembrar sus propios alimentos, eran considerados parias sociales. El pueblo necesitaba comida y paz, no músicos trasnochados que le fueran a alegrar la desventura.
El pequeño Cruz cursó solamente el primer año de primaria, pues desde chiquillo empezó a trabajar de arriero, cubriendo la ruta El Recodo-Durango; agricultor, peluquero y finalmente músico. El puerto de Mazatlán era un mundo lejano para el chiquillo, pues se encontraba a seis horas de camino en bestia. A El Recodo llegaban noticias del arribo de barcos repletos de mercancías extravagantes para la colonia de extranjeros, desde pianolas, mantequilla danesa, telas y muebles franceses hasta cerveza e instrumentos musicales.
Particularmente de Alemania y Francia, llegaron instrumentos de viento y tamboras que fueron adoptados por bandas que amenizaban bautizos, bodas, cumpleaños o celebraciones religiosas de los pueblos.
Candidato cumplidor
Para comprar su primer clarinete, a los 19 años, vendió en 75 pesos una puerca y reunió varias anegas de maíz. Con instrumento en mano, ícono de su imagen, enfrentó el reto de aprender a tocar, suceso nada fácil porque además del egoísmo natural de quienes se negaron a enseñarle, su padre también rechazaba la idea de que su hijo deambulara en un mundo de vagos y borrachos. Estudió a escondidas, pero finalmente, victoria pírrica de su necio carácter, obtuvo permiso familiar para integrarse a la banda del pueblo.
Su primera presentación ocurrió en 1938 en el modesto poblado El Jacobo, a 15 kilómetros de su pueblo natal, donde los escuchó el boticario Jesús "El Chaca" Escobar, candidato oficial a la Presidencia Municipal.
Tan mal sonaban que prometió regalarles mejores instrumentos. Contra la tradición de prometer en campaña y no cumplir, "El Chaca" compró platillos, dos clarinetes, dos trombones, dos trompetas, una tarola, un bajo y se los hizo llegar al joven Cruz, quien aprovechó el regalo para formar su propia banda con la que acompañó en muchas ocasiones a Poncho Tirado, Presidente Municipal sin paralelo, en sus correrías de música y mezcal por las rancherías de la zona rural mazatleca (cuentan algunos que en su honor tocaba El Muchacho Alegre").
A partir de entonces, se dedicó a descifrar la esencia, el alma dicen algunos, de la música de banda. En ese camino hacia la cúspide, encontró dispuesto el regazo generoso de Lola La Grande, su paisana, quien lo impulsó siempre, lo mismo que Pedro Infante. Mucho influyó también Luis Pérez Meza, primero en poner letra a la música de viento.
Músico enamorado
Dice el refrán popular que no hay pillo, poeta o músico que no sea seductor, Cruz lo fue: se casó tres veces, se robó a varias novias y tuvo 23 hijos, superando con cuatro a su entrañable amigo Tirso Rivera, que se venció con 19, y perpetuó el apellido Lizárraga. Contrajo matrimonio con Cleofas Lizárraga, con quien procreó a Germán, Cruz, Modesta, Jorge, Teófilo, Abelardo y José Ángel. De la segunda unión, con Albina Lizárraga, tuvo a Araceli y Alberto. Y de la tercera, con María de Jesús Lizárraga, cerró con broche de oro con Luis Alfonso y Joel, clarinetistas y líderes de la agrupación. Dos hijos más, Verónica y Benjamín, resultaron de amores que no llegaron al altar. A pesar de estar rodeado de tantas mujeres e hijos, su hermana Victorina fue custodia fiel de sus sueños, ambiciones, triunfos y derrotas, salud y enfermedad.
Al ver tan prolífica prole, el "Padre de la Banda Sinaloense" tal vez escudriñó la necesidad de conquistar a la Ciudad de México, que lo despreció en los 30, y al mundo entero. No le alcanzó la vida para ver rendida a la Gran Tenochtitlán, donde hoy la música de banda, pervertida por letristas y cantantes tipludos, es hostia del pueblo tenochca. Tampoco viajó a Europa para mostrar a franceses y alemanes lo que logró con los instrumentos que alguna vez llegaron del Viejo Continente a su entrañable El Recodo.
Frente a los desprecios, rechazos, críticas, fracasos e incluso cuando diagnosticaron su enfermedad, invariablemente tuvo el antídoto: "para qué preocuparse por algo que no tiene remedio".
Don Cruz murió atrapado por el cáncer en la Ciudad de México el 17 de junio de 1995, a los 77 años. Dejó más de 190 producciones discográficas y colaboró en el éxito de muchos artistas. Su funeral fue un acontecimiento popular, lleno de reconocimientos y lágrimas. Una moderna avenida del puerto lleva su nombre.
Su viuda última e hijos le rinden tributo permanente, portando con dignidad el nombre de la "Madre de todas las bandas".
(Semblanza del libro La Patria Íntima / Todos Somos Sinaloa de Mario Martini)
mmartinirivera@gmail.com