"A los y las estudiantes de Ibagué"
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09/07/2016 22:50
Sólo un par de veces me ha sucedido que me traiga a casa el mismo taxista que me llevó al aeropuerto. Y como ayer era el día de las coincidencias, coincidió que me encontrara a un colega que aceptó compartir el trayecto. Nunca pensé que las trivialidades que platicamos mi colega y yo, resultaran ser el gatillo que detonó una profunda y añeja rabia que más adelante me compartió el taxista. Lo expresado por él, más que una desparpajada reivindicación de algunos derechos sociales, resultó ser la punta del iceberg de una irritación social masiva que se encuentra a la espera de ser gatillada por cualquier pretexto. Explicaré esto último trayendo a cuento más detalles de la charla que tuve con el taxista, al que llamaré Miguel.
Miguel es un contador titulado que durante más de 10 años se desempeñó administrando una casa de cambios, como gerente de una sucursal bancaria, como el contador general de una casa de empeño y en otras responsabilidades de tipo administrativo. Según me dijo, su capacidad de trabajo, honestidad y disciplina le trajeron muy buenos réditos, tantos que una semana antes de su boda amuebló su casa, cambió de coche, guardarropa y liquidó los gastos de una fiesta con 200 invitados. Los primeros tres años de matrimonio fueron miel sobre hojuelas; dos hijos y una mujer a la que no le incomodaba ser ama de casa cerraban el círculo de su felicidad. El problema vino cuando cerró la casa de cambios y Miguel quedó desempleado. Dicho en sus propias palabras: “Desde hace 15 años, la suerte me dio la espalda; cuando me quedé sin dinero me quedé sin nada: sin amigos, sin ropa, sin descanso, sin mujer. Bueno, mujer sí tengo, pero desde hace 12 años dormimos en camas separadas. ¿Y todo por qué? Porque ya no tengo nada. Se fueron el dinero y el amor. Así las cosas amigo; para mí, la vida está de la chingada”.
Conforme me relataba su vida, apretaba los dientes a la par del volante. Cada recuerdo compartido endurecía sus líneas faciales; sus ojos chisporroteaban de rabia.
“Mire, lo que me encabrona es que con todo y mi título de contador, no puedo tener una vida digna. Aquí en el taxi, por muy taxi del aeropuerto que sea, tengo que hacer turnos de 24 horas; trabajo 24 y descanso 24; así todo el año desde hace 11 años. ¿Usted aguantaría trabajar a este ritmo? ¿Se imagina las hambreadas y desveladas que me pongo? Ah, seguro estará pensando, ¿y éste por qué no deja esa chamba y se pone a hacer otra cosa? ¡Simple mi amigo!, en otros lados, con todo y que soy contador, me pagan mucho menos que aquí. Mire, la otra vez me llamaron para ser jefe de un almacén, ¿sabe cuánto me querían pagar? 6,500, con chanza de hacer horas extras. ¿Viviría usted con eso? Tengo que mantener a dos chavitos y a una mujer que no me quiere”.
Antes de la oferta del almacén había intentado colocarse en otros sitios, pero las condiciones salariales eran peores. Al día de hoy, menos impuestos, Miguel gana alrededor de 14,500 pesos al mes.
La que llamó “condena a no vivir de modo digno”, en buena medida, está asociada a sus nulas posibilidades de volver a ejercer como contador. 15 años alejado del mundillo de la contabilidad lo tienen, como él dice, “fuera de la jugada”, siendo “víctima del rechazo” de empleadores que lo ven con desdén cuando se baja del taxi para presentarse como ex contador de una casa de cambio. Miguel no cabe en el mundo de los profesionistas, pero tampoco cabe en el de los trabajadores sin estudios. Además de explotado, se siente subutilizado, precarizado, denigrado, jodido. Le exaspera aceptar que no le será posible tener un mejor trabajo. “Mire profesor, yo soy un contador, míreme, míreme, aquí estoy arriba del taxi trabajando 24 horas para tener una vida de miseria”.
La situación de Miguel es muy parecida a la de muchos millones de mexicanos/as que, debido a la falta de oportunidades, han vivido en la pobreza; pobreza que no es tan dramática como la vivida por cualquiera de los protagonistas del libro “Los doce mexicanos más pobres. El lado B de la lista de Forbes”.
Miguel no vive en pobreza alimentaria; la suya es una pobreza de capacidades, por eso su caso, y el de muchos otros millones de mexicanos/as, no preocupa demasiado a las autoridades; éstas saben que Miguel come todos los días, paga la renta de una casa en un barrio de la periferia, compra ocasionalmente ropa usada y físicamente se ve saludable. La condición de vida de Miguel no es la pereza, ni la mala fortuna; su situación de vida es el producto de uno de los efectos del sistema económico imperante: la creciente desigualdad.
Zygmunt Bauman, en un espléndido libro titulado “¿La riqueza de unos pocos nos beneficia a todos?”, señala que la recesión económica de 2008 (de la cual aún no nos hemos podido recuperar), “demostró ser clara y tenazmente selectiva en la distribución de sus males: [...] la riqueza combinada de las mil personas más ricas del mundo es casi el doble de la riqueza de los 2,500 millones más pobres. [...] el 20 por ciento más rico de la población consume el 90 por ciento de los bienes producidos, mientras que el 20 por ciento consume el 1 por ciento. También se estima que las veinte personas más ricas del mundo tienen recursos iguales a los recursos de los mil millones más pobres”.
En su análisis sobre la desigualdad, Bauman, echando mano del trabajo de Daniel Dorling explica que a esta falla del modelo de economía neoliberal le “ayuda” mucho la creencia del rol que tienen en la economía estos tres principios: 1) el elitismo resulta ser eficiente, porque el bien de muchos puede ampliarse si se promueven capacidades excepcionales, capacidades, como es de suponer, que están presentes en unos cuantos ciudadanos; 2) la exclusión es parte de un proceso normal y necesario para la buena salud de la sociedad, ya que si todos tuviéramos lo mismo, no habría ningún incentivo para esforzarse en conseguir un mejor nivel de vida; y, 3) la desesperación de algunos sectores es inevitable, pero controlable.
Estos tres principios, que son dogma de fe para muchos que no viven bajo ninguna forma de pobreza, abonan a la perpetuación de una miseria y rabia colectiva que, por sus implicaciones futuras, dejará de ser la indignación que explote en la protesta callejera. Los argumentos y mentadas de madre que le escuché a Miguel, el contador-taxista, son la contrarréplica a todos/as aquellos/as que defienden “principios económicos” que, más que principios, son unos mitos inmorales excluyentes.