Abrir una carpeta de investigación es una forma de cerrar la conversación. Se anuncia en conferencias de prensa, comunicados oficiales y titulares de medios, siempre tras una tragedia como sinónimo de acción, pero la mayoría de las veces, abrir una carpeta es solo abrir un archivo más en un país donde casi ninguna investigación llega a la justicia.
Cada año se acumulan más procedimientos de los que se concluyen. De acuerdo con el Censo Nacional de Procuración de Justicia Federal y Estatal, en 2020 había 1,520,659 procedimientos pendientes; para 2024, la cifra aumentó a 2,397,281, sin incluir los datos de la Ciudad de México porque la entidad “no había entregado información completa del módulo Procuración de justicia” al cierre. Estos números y la ausencia de información de la capital del país son un claro síntoma de insuficiencia institucional, mala gestión y falta de recursos para las fiscalías estatales.
Algunos celebran la apertura de más carpetas como si cada una fuera un paso hacia la verdad, pero más carpetas no significan más justicia; significan más rezago, más burocracia acumulada y más casos atrapados en un embudo que ya no puede procesarlos.
La Presidenta y otros funcionarios se escudan tras la apertura de una carpeta, porque diluye la responsabilidad. Ya no se trata del gobierno que falló en prevenir, atender o esclarecer un delito, sino de una fiscalía abstracta y lejana a la que ahora “le toca” resolver. El Estado puede decir que actuó, mientras el caso queda atrapado en un territorio burocrático donde nadie responde.
“Ya se abrió una carpeta” sustituye al “ya hicimos justicia”. Es una frase diseñada para calmar la presión pública sin asumir responsabilidades. También es un ritual burocrático de anestesia colectiva: repetimos la fórmula hasta que el horror parece procesado, administrado, archivado.
Pero detrás de esa frase hay historias que no avanzan, vidas que no siguen adelante. Carpetas que cambian de fiscal cada tres meses. Familias que aprenden a hablar el lenguaje jurídico para no perderse entre oficios, copias certificadas y sellos de recibido. En ese laberinto, la justicia se vuele una tarea de resistencia civil, no de política pública.
Esas palabras son un ritual interminable de impunidad. Si abrir una carpeta no sirve de nada, la gente deja de denunciar: “¿Para qué? De todas formas nunca nadie hace nada”. Los delitos no reportados conforman la llamada cifra oculta y representan más del 90 por ciento de los crímenes cometidos en el país (ENVIPE, 2025).
Quizás por eso las familias, los colectivos y las víctimas han tenido que construir sus propios caminos de verdad. Ellos entienden que abrir una carpeta no basta; que la justicia no se archiva, se exige. Que mientras el Estado multiplica expedientes, la sociedad multiplica memoria.
Estamos perdiendo la esperanza. De acuerdo con la Encuesta Nacional de Seguridad Pública Urbana, el año pasado el 33.9 por ciento de la población mayor de edad creía que la delincuencia en el país seguiría igual, y el 21.5 por ciento consideraba que empeoraría. Esa percepción no surge de un pesimismo injustificado. México no solo es la víctima del crimen, sino también de la certeza de que, aun denunciándolo, su caso no llegará a ningún lado.
La carpeta de investigación debería marcar el inicio del camino hacia la verdad. Mientras sigamos confundiendo trámite con justicia, el único uso de los expedientes seguirá siendo acumular polvo. Lo preocupante no es solo la impunidad, sino la normalidad con la que la aceptamos. Quizás el verdadero reto no es abrir una carpeta, sino abrir los ojos a un sistema que ya no investiga, solo archiva.
La autora, María José Velázquez Bañares es estudiante de la licenciatura en Ciencia de Datos en el Instituto Tecnológico Autónomo de México (ITAM) y colaboradora en el Seminario sobre Violencia y Paz de El Colegio de México.