Zarparon un 1 de junio desde Sicilia, con el corazón lleno de preguntas y las bodegas cargadas de símbolos: harina, pañales, prótesis, leche en polvo. No era un cargamento bélico ni una cruzada filantrópica a gran escala, era un gesto, una provocación pacífica al silencio. A bordo del Madleen, navegaban 12 almas, artistas, activistas, la noche del 8 de junio casi frente a las costas de Gaza, todavía en aguas internacionales fueron interceptados por el Ejército Israelí.
Surcaron ante la impotencia de saberse imposibilitados a detenerlos, se expusieron para ver si más ojos en el mundo eran capaces de ver, y más corazones de escuchar, y pensé en todas esas ocasiones donde no he podido subir a un Madleen, veo como la guerra en mi país consume sus rincones más hermosos y acaba con las esperanzas de gente bien valiosa, y lo más importante, con los sueños de aquellos que apenas están aprendiendo a soñar, ahí, tuve una reflexión.
Hay algo desconcertante en el momento posterior a una tragedia. Cuando los noticieros enmudecen y los cuerpos han sido contados, una especie de parálisis se instala entre quienes vimos, desde lejos, la caída. Nos repetimos que no pudimos haber hecho nada, que no estaba en nuestras manos, que es triste, sí, pero que somos incapaces de siquiera pensar que pudimos haber hecho una diferencia.
Es una forma de defensa, claro, una forma de no romperse con todo lo que duele, pero también, a veces, es una forma de justificar la inacción.
Vivimos tiempos en los que, si no puedes cambiar el mundo, mejor no lo toques. Como si sólo fueran válidas las acciones que se traducen en grandes titulares, donaciones millonarias o gestos públicos. Como si las pequeñas acciones, esas que no se anuncian, fueran irrelevantes o incluso sospechosas de hipocresía.
Me he preguntado muchas veces cómo intervenir sin sentir que uno se pone en el pedestal del “salvador”, sin caer en la trampa del ego vestido de virtud. Porque si algo me parece obsceno es esa superioridad moral que a veces habita en quienes “ayudan” para demostrar que están del lado correcto de la historia.
Albert Camus escribió alguna vez que “el deber del escritor, como del ciudadano, es no estar del lado de los verdugos”. Pero estar del lado de las víctimas no significa hacer de su dolor un escenario. Significa, quizás, acompañar, estar presente, sostener, sin estridencias, sin aplausos.
Simone Weil lo dijo con una claridad brutal: “La atención, tomada en su máxima pureza, es lo mismo que la oración. Supone dejar el yo de lado”. Y eso es justo lo que cuesta: actuar sin centrar la acción en uno mismo. Hacer sin buscar ser visto haciendo.
Y sin embargo, no actuar también es una forma de elegir. Hannah Arendt lo explicó con nitidez al analizar los juicios de la posguerra: la banalidad del mal no reside sólo en los grandes crímenes, sino en las omisiones, en los que siguen órdenes sin pensar, en los que callan porque sienten que no tienen nada que aportar.
¿Y nosotros? ¿Qué hacemos cuando el mundo se parte frente a nuestros ojos? A veces solo compartimos un tuit. O decimos “qué terrible” y seguimos con lo nuestro. Lo entiendo, lo mismo lo hago, no podemos cargar con cada dolor, no deberíamos. Pero tal vez hay una vía intermedia, una forma de intervenir sin invadir, de sostener sin protagonizar, una manera de hacer algo, pequeño, invisible, silencioso, sin dejar que la culpa o el orgullo dicten nuestras decisiones.
Tal vez sea algo tan simple como una conversación, una visita, un mensaje, un acto de cuidado cotidiano, algo que no cambia el mundo entero, pero sí el de alguien.
Y tal vez eso baste, no se trata de salvar a nadie, se trata de no abandonar. El mundo no necesita más héroes, necesita más personas dispuestas a estar, a mirar con atención, a no pasar de largo.
A veces, actuar es tan sencillo como no desconectarse, no decir “no me toca”. Porque sí, a veces sí nos toca, y siempre podemos preguntarnos si hay algo, por mínimo que sea, que podemos ofrecer, y hacerlo sin ruido.
Que las acciones hablen tan fuerte que no me dejen escuchar lo que estás diciendo.
Gracias por leer hasta aquí, nos leemos pronto.
Es cuánto.