Los padres que se sintieron ofendidos por esa profanación de la inocencia infantil organizaron una campaña en contra del maestro del cual, por lo menos, exigían un público reconocimiento de su terrible pecado. El profesor Robles se negó a emitir disculpa alguna y las protestas enfocaron la expulsión del mentor, posibilidad que rechazó el director del plantel. Para evitar mayores problemas en perjuicio de la escuela, el profesor Robles decidió renunciar y ausentarse definitivamente. Nunca volví a saber de este maestro al que recuerdo con admiración.

    Empieza el último tercio de mayo, el mes que se significa por las fechas tan simbólicas que calendariza, y en las cuales vibran diferentes motivos, como son: la épica celebración de la batalla de Puebla, la entrañable exaltación de la figura materna, y el puntual reconocimiento a la labor magisterial. La referencia a estos tres elementos temáticos me inclina a usar un tratamiento personal con tendencia un tanto anecdótica, por lo cual anticipo una disculpa.

    En relación con la primera fecha mencionada, el 5 de mayo remite mis recuerdos a la escuela donde cursé la primaria en la ciudad de Puebla. Tengo presente que la asignatura que más me causaba escozor era Matemáticas, y la que esperaba yo con grato interés era la de Historia. Fue en ese espacio donde escuché por primera vez la narración sobre la defensa de aquella ciudad donde, como dijera Ignacio Zaragoza: “las armas nacionales se cubrieron de gloria”.

    El glorioso desenlace de aquella gesta tuvo un alto contenido reivindicador, pues el Conde de Lorencez, comandante en jefe de las fuerzas invasoras francesas, había pronosticado una inevitable derrota del Ejército mexicano al que había baldonado como una chusma desmoralizada, carente de valor e indigna de enfrentar al acreditado como el mejor ejército del mundo.

    Fue esa soberbia el mayor enemigo de Lorencez, pues su obstinación en torno a la superioridad de las fuerzas que comandaba lo obnubiló al grado de mantener una estrategia errónea por cuanto a tomar el fuerte de Guadalupe, sin recurrir a un plan “B”, pues mantuvo indemne al fuerte de Loreto, donde se encontraba el mando del ejército defensor. Y después de tres fallidos intentos sin tomar el baluarte que se obcecó en atacar, ya entrada la tarde dispuso la retirada de su mermado y derrotado ejército que, pese a su bravura, no pudo demostrar la supuesta supremacía sobre los mexicanos.

    En mi registro retrospectivo surge una vinculación del contenido motivador del Día de las Madres y el Día del Maestro, de acuerdo con una anécdota que, al menos cada año, acude a mi recuerdo. Cursaba yo el tercer año de primaria en la escuela donde cada 10 de mayo tenía lugar un festival literario musical en homenaje a las progenitoras. El discurso oficial de aquel año de la década de los cuarenta fue confiado al profesor Fernando Robles, a cuyo cargo estaba nuestro grupo. Y sucedió lo inaudito.

    El maestro Robles enfocó su discurso al alumnado en términos que entonces causaron pasmo entre las madres y padres presentes, pues, para empezar, hizo una exhortación a desechar mitos como aquel de que, al nacer en París, los bebés eran transportados por una cigüeña hasta los lechos donde eran recibidos por la amorosa madre. Todavía corría la primera mitad del siglo veinte y, aunque algunos alumnos ya habíamos superado esas ficticias concepciones, había también niños que tal vez se mantenían en un limbo mental.

    Aquel oscurantismo no era privativo de la niñez, y así lo demostraron algunos padres de familia que, antes de que el maestro Robles concluyera su intervención oratoria, ya habían abandonado el recinto escolar en señal de reprobación. Lo que ya no alcanzaron a oír fue la dedicatoria esencial del mensaje que fue la exaltación de la maternidad como un acto que en aquellos tiempos entrañaba mayores riesgos. “La realidad es que ese ser que ven ahí, al que llaman madre, no los encargó a París, sino que les dio la vida mediante un proceso biológico en el que ella puso en riesgo su propia vida”, clarificó.

    Pero aquella clarificación tuvo consecuencias acordes con la retrógrada mentalidad que todavía privaba en ese tiempo. Los padres que se sintieron ofendidos por esa profanación de la inocencia infantil organizaron una campaña en contra del maestro del cual, por lo menos, exigían un público reconocimiento de su terrible pecado. El profesor Robles se negó a emitir disculpa alguna y las protestas enfocaron la expulsión del mentor, posibilidad que rechazó el director del plantel. Para evitar mayores problemas en perjuicio de la escuela, el profesor Robles decidió renunciar y ausentarse definitivamente. Nunca volví a saber de este maestro al que recuerdo con admiración.

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