Apuntes sobre el homicidio de Carlos Manzo

28/11/2025 04:00
    El asesinato de Carlos Manzo no solo estremeció a Uruapan: desmontó de un golpe la narrativa oficial sobre seguridad, reactivó los cuestionamientos del pacto político con el crimen y expuso el fracaso de las políticas que supuestamente alejan a los jóvenes de la violencia. La reacción gubernamental terminó por agravar una crisis que ya no puede explicarse con el automático “fue el narco”. El caso Manzo abrió una ventana incómoda hacia una realidad que se intenta negar

    A diferencia de otros homicidios de políticos, el asesinato de Carlos Manzo resonó a nivel nacional porque, antes de morir, el Alcalde había solicitado apoyo federal para enfrentar al crimen organizado y fue ignorado. Su muerte puso en jaque la narrativa oficial de que México “se pacifica” y de que la violencia “va a la baja”. Además, a Manzo no se le podía acusar de vínculos con grupos criminales. Por el contrario, él mismo había denunciado que sus opositores tenían vínculos con organizaciones delictivas. Ese señalamiento es el que más impacto ha tenido: reforzó la idea de un pacto político con el crimen.

    La otra cara de la moneda del caso fue la del homicida, un menor de edad, ejecutado presuntamente por miembros de la escolta del Alcalde en el mismo momento en el que fue detenido, sometido y desarmado. Un hecho que puso a temblar la narrativa oficial sobre la efectividad de los programas sociales para apartar a los jóvenes de la violencia. Se supone que el Gobierno federal ha invertido miles de millones de pesos en becas para jóvenes, pero fue precisamente un menor de edad el que detonó el gatillo en contra del Alcalde. ¿Por qué no estaba en la escuela, realizando deporte o en actividades culturales o artísticas en lugar de cometer este atroz crimen? ¿Qué dicen las estadísticas de deserción escolar?

    Como explica Achille Mbembe, los estados contemporáneos ejercen necropolítica cuando permiten que ciertos grupos vivan permanentemente expuestos a la violencia —comunidades desplazadas, pueblos indígenas, jóvenes en situación de vulnerabilidad o mujeres víctimas de feminicidio—, cuando utilizan fuerzas de seguridad o grupos paramilitares para controlar territorios, y cuando actúan como si las muertes de determinadas personas o colectivos “no importaran”. Este marco ayuda a entender cómo el poder define qué vidas merecen protección y cuáles pueden ser sacrificadas sin consecuencias políticas.

    No vengan a marchar

    El homicidio detonó protestas y marchas pacíficas que denunciaron la falta de respuesta del gobierno ante la violencia, la inseguridad y la presunta complicidad de autoridades con el crimen. Como respuesta, desde el Gobierno federal se activó un operativo de desmovilización comunicacional. Antes de las marchas, en redes circularon cientos de miles de mensajes para sembrar miedo y evitar una concentración masiva. Aunque las marchas fueron nutridas y pacíficas, grupos organizados actuaron con violencia y premeditación para impedir que la ciudadanía llegara al Zócalo, un espacio simbólico que el poder reclama solo para sí. El aparato propagandístico se dedicó a acosar y perseguir a los manifestantes, señalando supuestos vínculos con partidos políticos como si la actividad política fuera delito. Mientras tanto, los vínculos de los delincuentes quedaron fuera de foco. Aun así, la prensa internacional tomó nota del operativo y sus excesos.

    Policías que no dan
    confianza, fiscalías que acusan por consigna

    La policía de Uruapan —donde se encontraban los escoltas de Manzo— está señalada por infiltración criminal y por carecer de protocolos y capacitación en protección ejecutiva. Pese a que el menor ya estaba sometido y desarmado, los agentes hicieron uso desproporcionado de la fuerza. En el Informe de transparencia sobre el desarrollo policial de Causa en Común, la policía de Michoacán respondió a una solicitud de información afirmando que, durante un año entero, la policía ejerció fuerza letal en tres ocasiones. ¿En serio?

    Por su parte, la policía de la Ciudad de México actuó con abusos, violó protocolos y agredió a ciudadanos que no opusieron resistencia. La fiscalía capitalina presentó denuncias por tentativa de homicidio contra personas que claramente no estaban incentivando la violencia. Los jueces desestimaron las evidencias de las defensas, pero al final la autoridad redujo las imputaciones a “resistencia a la autoridad”.

    En medio de la tormenta política que derivó en marchas pacíficas y en actos violentos de grupos que aparecen y desaparecen, la autoridad presentó (en tiempo récord) no sólo a los presuntos autores materiales (todos muertos) sino a “los intelectuales” del crimen: “El licenciado”, “El Pelón”, “El R1”. Según la versión oficial, pusieron precio a la cabeza del alcalde, infiltraron su entorno y reclutaron a jóvenes desechables.

    Pero la investigación no abrió otras líneas:

    Las denuncias de corrupción hechas por Manzo.

    La información de Guacamaya, que reveló vínculos de políticos con grupos criminales detectados por el Ejército.

    La operación limpieza en la Fiscalía Regional de Uruapan, que implicó la remoción de fiscales, peritos, ministerios públicos y personal de investigación.

    La explicación oficial se cerró: “fue el narco”.

    El autor, Asael Nuche (@AsaelNG) es consultor y analista político