Gracias al inusitado conflicto de la música de banda y el fenómeno del eclipse, Mazatlán se volvió tema nacional, incluso lo que llaman ahora trending topic.
El eclipse cumplió hasta con las expectativas políticas y el asunto de la bandas en realidad sigue pendiente, aunque en apariencia ganó la justicia de Pepe El Toro.
Vivimos aún una herida abierta. Las redes parecen gritar “¡rotos fufurufos, ya les quitamos la niña!”. Un portal ofrece diez mil pesos en un concurso a quien mejor componga una canción a Neto Coppel y les mande un video interpretándola.
Pero mejor hablemos un poco de la historia de nuestro regional sinaloense. Es grato toparse en otros culturas populares con los procesos de seminales de nuestra música. Y en no pocas melodías tenemos una discreta influencia de los odiados estadounidenses.
Hace días vi la cinta “Enemigos públicos”, basada en la vida del famoso asaltabancos John Dillinger, y me tocó ver una secuencia donde Johnny Deep -a bordo de un vehículo de los años veinte y en plena fuga por un páramo-, se pone a cantarle a un niño una melodía muy del repertorio nuestro: “El último rodeo”.
Originalmente titulada THE LAST ROUNDUP, esta composición fue un gran éxito de la orquesta de George Olsen en 1924, con una versión lenta y casi a ritmo de vals. Fue regrabada casi diez años después por Gene Autry, popular cantante cowboy cuya estrangulada voz era parodiada hasta en las caricaturas.
Esta pieza fue compuesta por Cisco Hill y al parecer cobró segunda vida al ser grabada a ritmo de foxtrot, un ritmo que podemos entrever en algunos éxitos locales como el “Cinco de chicle” o “Tecateando”. Llegó a ser hit también con Bing Crosby, Roy Rodgers, Johnny Cash y Dean Martin. La letra es melancólica y llena de referencias a una despedida en el torno de la vida de los cowboys.
También era conocida como “Git along little doggie, git along”, estribillo de la melodía que alude a una manera cariñosa de arriar al caballo mientras se le monta, aunque un amigo cercano a la cultura gringa campirana me dice que el término “Little doggie” también se usa para referirse a las becerros huérfanos. En todo caso, acabo de ver una película en la que Tin Tan, en su papel de pachuco, le dice esa frase a su caballo luego de cantar la canción de “El Jinete” de José Alfredo Jiménez... a bordo de un carrusel de feria. (Tin Tan en La Habana, 1953)
Otra melodía nuestra que encontré en una película gringa fue en la desquiciada comedia “1941” de Steven Spielberg, en donde vemos a un submarino japonés -comandado por el samurai Toshiro Mifune- llegar a la costa de California con intenciones de destruir Hollywood. Por error ataca un parque de diversiones y ya imaginará usted el tipo de enredos y explosiones que se detonan por toda la trama.
En esa cinta, John Belushi pilotea un avión de combate enloquecido, provocando más destrozos que un ataque real, mientras entona una canción que algunos aquí llaman “Corazón de teja” y otros “Corazón de Texas”. (La “x” y la “s” provocan todo un cambio geográfico, más terrible que los postulados por la Real Academia de la Lengua).
Me dice un estudiante de música que en “El último Emperador” de Bernardo Bertolucci se escucha a ritmo de ragtime la cumbia de “El chinito bailador”, hace unos años regrabada por Lizárraga Musical. Mi madre me confirma que de niña veía que la bailaban sólo las mujeres. ¿La consideraría en los cincuentas una melodía poco varonil o imperaba con mayor brío el racismo local hacia los orientales? Vaya.
Como detalle curioso, compartiré que todavía a principios del Siglo 20 “Las mañanitas” se le cantaban únicamente a las mujeres en sus cumpleaños. Se consideraba impropio a un varón entonarle esa emotiva romanza amorosa. La descontrucción del patriarcado a ratos ha sido invisible.
Otro hit gringo perdido que pegó mucho aquí, según Amado Nervo en sus crónicas de El Correo de la Tarde, se llamaba After the Ball, clásico vals de tres por cuatro que, de tan repetido y mencionado en las tertulias provocó que hasta Nervo estuviera en contra suya. De hecho a todos los hombres les molestaba por irreal, mientras que a las mujeres les parecía lo máximo.
La trama de la canción pone a un caballero ya maduro a quien una sobrina imprudente le pregunta por qué nunca se ha casado y por qué no tiene hogar ni bebés. El tipo se pone a filosofar -de la manera en la que sólo pueden hacerlo aquellos hombres que han desperdiciado su juventud en francachelas- y le dice que “después del baile todo termina, quedan las ilusiones rotas y mi vida se destruyó después de un vals”.
Sucede que una dama a la que galanteaba le pidió que la dejara sola para tomar agua; él la siguió discreto y la sorprendió besando a un hombre. La mandó al Hades; ella intentó explicarle mientras él se negaba hasta que, años más tarde, ya muerta la mujer, descubre gracias a una carta que el tipo del casto beso era su hermano. Fin de la historia, fin del vals y fin de la fiesta.
Pero la melodía boreal más antigua en aclimatarse en nuestras marismas fue también una de las más gringas: “Oh, Susannah” (1848), de Stephen Foster, que durante los tiempos de la Fiebre de Oro, cuando Mazatlán estaba en la ruta de los vapores a San Francisco, hasta llegó a considerarse composición local, según rescata Herrera y Cairo. Hasta se habla de que en una derruida finca del Viejo Mazatlán el fantasma de una mujer se paseaba en las noches entonándola y bailándola con gran energía.
¿Será que los niños que cantan la versión de Tatiana en las piñatas, sin darse cuenta, están recuperando así una tradición perdida? La verdad hoy no me atrevería a establecerlo. Pero aceptemos nuestra música de banda, regional mexicana, y busquemos la armonía: los derechos de nosotros terminan donde empiezan los de los demás.
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