Confieso que estuve viendo, en un nostálgico canal de cable, la repetición de la telenovela Bodas de odio. Más que un placer culpable, me traía recuerdos de cuando se exhibió allá por 1983, estando yo por salir de la secundaria.
Además de lo interesante de un melodrama bien producido para su tiempo, con música de apoyo que en su mayoría era de valses mexicanos de Felipe Villanueva y muchos otros -solo el tema de inicio era el preludio de La Traviata-, Bodas de Odio fue la primera novela en dar una visión del porfiriato prerrevolucionario sin estridencias históricas hechas en bronce.
No fue como las formales visiones de don Miguel Sabido en La tormenta o El carruaje, con un inolvidable José Carlos Ruiz en el papel de Benito Juárez.
Tampoco era la idílica visión de un régimen ultraidealizado, como en su momento lo fue por Juan Bustillo Oro en los 40, con sus películas donde el Porfiriato solo era una serie de saraos, zarzuelas y chistes de don Joaquín Pardavé y de Somellera.
Lo que me llama la atención de esta telenovela, más allá del conflicto social revelado, era que todos los asuntos se resolvían en base a influencias, palancas y negociaciones familiares. Repiten mucho las mujeres la palabra “bastardo” para llamar a un hijo natural, a pesar de que en su momento es reconocido por el padre.
Dice más del México de los 80 que del Porfiriato e, inconscientemente, nos confirma que nada ha cambiado ni cambiará. El final del drama se resuelve hablando con el gobernador, quitándole el conflicto a los involucrados de la familia aristocrática, mientras que el gran perdedor es fusilado ante el paredón.
Otro detalle de Bodas de Odio digno de notar era que los actores secundarios actuaban mucho mejor que los principales, aunque la actuación de Miguel Palmer y Magda Guzmán eran muy vigorosas.
Sin querer ser irónico, ahí Magda Guzmán hasta parece un antecedente de Maggie Smith en la posmoderna Downton Abbey.
Arturo Benavides, quien fue famoso por ser la voz de Chucho el Roto, se desenvuelve magistral en su papel de hombre sencillo del campo, parecía que saliera directamente su casa a hacer como si nada esa personificación y luego se regresaba a su pueblo.
Christian Bach era muy guapa y me rehúso a creer que tenía entonces 25 años: sus actuaciones de llanto son pésimas. Su copete bien teñido de rubio sobresalía entre las criadas y campesinas que andaban por ahí, limitadas al peinado de “La Prieta Linda”.
El pobre Frank Moro aparece también muy impostado, con su look de bigote pintado con brocha y pelo largo hacia atrás, como señor de los 70 más que de un coronel del Siglo 19, además de tener un tipo de rostro ya desaparecido.
Hoy los actores no fuman tanto para que no se les abotague la cara y se le vea como el de una señora mayor que come bombones a escondidas.
Lo terrible es que eran personajes de la novela estelar y de las mejores actuaciones de todo el Canal Dos, bajo la producción de Ernesto Alonso.
Inspiradas por su éxito, se hicieron en ese sexenio algunas otras telenovelas con la misma pretensión, que fueron fallidas por abusar de guiones hechos como estampita de la primaria. La gloria y el infierno, (con Ofelia Medina de soldadera pre-perredista) y Senda de gloria (olvidable en todo).
El problema de que los historiadores hagan telenovelas es que no saben dar con el punto de quiebre del melodrama. Una de mis abuelas veía El vuelo del águila hasta que le cayó gordo Porfirio Díaz cuando se casó con la sobrina y dejó de verla.
Fallidas toda estas semisecuelas temáticas, otras fueron con la trama reciclada como Amor real y Lo que la vida me robó, Bodas de Odio es una historia original de Caridad Bravo Adams, una escritora nacida en Villahermosa que hizo como 500 novelas y murió virgen, según confesión propia en una entrevista que se le hizo a los ochenta y tantos años. También escribió Corazón Salvaje y La mentira.
Ah, y recordemos que se pusieron de moda las salas tipo Bodas de odio... Hicieron su agosto los muebleros.