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"Opinión"

"Bond; mi nombre es James Bond"

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    El agente 007 es un personaje redondo, pero controvertido. Audaz, educado, inteligente, cortés, estratega, valiente, atleta, hábil con las armas y los puños, galán, incluso, hasta buen bailarín. Y si su galanura lo mete en muchos problemas, su quehacer de espía lo mantiene viendo de frente a la muerte. Las virtudes y encantos del Bond, se pierden cuando pensamos con detenimiento lo que encarna e implica ser un profesional del espionaje. Me explico.
    Imagínese que alguien está leyendo o escuchando todas las conversaciones que usted sostiene por celular. Más aún, imagínese que sus fotografías familiares, o los memes y videos que le envían algunos grupos “cerrados”, fueran vistos por un grupo de personas a las que usted no conoce. Ahora imagínese que otras personas se enteran de todo lo que sucede en la intimidad de su habitación: sus discusiones, relaciones sexuales, el modo en que duerme, los pasos que da al salir de la ducha, la forma en que se viste. Ahora imagínese que un tema delicado que sólo conocía su pareja, se ha vuelto motivo de condolencias en diferentes redes sociales. Imagínese que todo lo que se dijo en una reunión de amigos cercanos se convirtió en la comidilla de otras charlas. Imagínese que todo lo que escriba por correo puedan leerlo, tanto su jefe como otras personas a las cuales usted no conoce. Imagínese que durante tres años ha trabajado en un proyecto que requería extrema confidencialidad para que la competencia no lo copiara y, de la noche a la mañana, comenzó a circular en distintas páginas de Internet. ¿Se imagina qué pasaría si todos los demás pudiéramos conocer todo aquello que usted considera íntimo, personal, privado? ¿Qué sentiría? ¿Qué pensaría? ¿Qué haría?
    El espionaje es una práctica añeja. Egipcios, griegos, romanos y chinos de la más remota antigüedad nos legaron historias épicas, donde pueblos y personas sufrieron los estragos de los pocos escrúpulos con los cuales opera la mente de los espías. Y si las páginas de la vida política y empresarial están llenas de anécdotas protagonizadas por espías, los contextos de guerra son el escenario donde mejor destacan.
    A lo largo de toda la Guerra Fría, soviéticos y estadounidenses se valieron de artimañas inverosímiles para conocer los pasos de sus enemigos y aliados. En este terreno, también los alemanes eran “campeones”. Por ejemplo, la espía Mata-Hari haciendo de prostituta y bailarina exótica obtenía información valiosa para el ejército alemán de la Primera Guerra Mundial. Otro caso, paradigmático, fue el de Markus Wolf, espía germano especialista en enamorar secretarias con el único fin de sacarles información confidencial.
    Aunque atractivo, por la manera en que se ha venido presentando en la literatura y el cine, el espionaje siempre arrebata y despoja, especialmente, de la libertad de pensar, hablar, actuar y, por mucho, de cumplir con la razón de ser de muchas actividades profesionales, particularmente, del periodismo. Aunque suene a exagerado, la cuestión no es menor.
    Imagínese, ¿qué sucedería si todos nuestros periodistas tuvieran intervenida la línea de sus teléfonos, correo o redes sociales? ¿Qué sería de nuestro derecho a ser informados si por temor al espionaje, los periodistas dejaran de hacer su labor? ¿Qué pasaría, asqueados por tal vejación, si decidieran autoimponerse una ley mordaza? Imagínese todo aquello que la sociedad dejaríamos de conocer, anticipar, apreciar, validar, reconocer o denunciar, si un buen día los periodistas deciden decir “ya-no-más”, y nos privan de todos los frutos de su quehacer profesional ¿Acaso no quedaría nuestra sociedad paralizada si ese escenario “saramagueano” llegara a presentarse?
    Más allá de los efectos implícitos que trae consigo, el espionaje resulta vomitivo por los antivalores que encarna.
    Quien hace de espía su oficio tendrá que valerse de la traición, el engaño, la mezquindad y la falta de escrúpulos para alcanzar sus metas “profesionales”. Deberá hacer de tripas corazón para asumirse como alguien que es más traicionero que valiente, más marrullero que eficaz. La supuesta discreción será una mascarada de afecto a la traición. En este sentido, el espía no confía ni en sí mismo, porque es consciente de su calaña; sabe de lo que está hecho, sabe que la lealtad es un mero prejuicio cuando hay que alcanzar una misión. Es la paradoja de los valores que proyecta.
    Al espía poco le importa lo que Stephanie Brewer, Carmen Aristegui, Juan Pardinas, Carlos Loret de Mola o Alexandra Zapata hayan tardado para forjarse un nombre. Cual perro de caza, buscará la manera de dar con su presa y llevársela en el hocico para ponerla a los pies de su amo cazador.
    A nadie que tenga horas de vuelo en el periodismo le extraña esta forma de intromisión, pero no sucede lo mismo en el caso de los activistas sociales. Si el ejercicio del periodismo de investigación en México se ha vuelto una actividad de alto riesgo, el activismo ciudadano se encuentra en la intersección entre el comportamiento suicida y la locura, ya que no sólo son objeto de muchas venganzas, sino que están en muchos ojos y oídos incógnitos.
    En este último caso, cabe la misma pregunta que nos hicimos con relación a los periodistas: ¿Qué sucederá con todas aquellas causas sociales que los activistas defienden, cuando éstos decidan que es el momento de renunciar a una parte de sus convicciones y dedicarse a una actividad donde no les vaya la vida, prestigio o causa que abrazan, porque sus planes y proyectos fueron revelados por un espía?
    Que hayamos llevado la ficción de la vida de James Bond a nuestra realidad, seguirá trayendo consigo consecuencias funestas, porque muchos actores de la sociedad verán cómo sus derechos y razón de ser de su actividad profesional, irremediablemente se desfondarán.
    Ello sin contar que, tarde o temprano, los James Bond actuarán conforme dicta su naturaleza: traicionando a quienes hoy los patrocinan.
    @pabloayalae

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