No hablo del simpático villancico español tan acorde con la fecha. Aunque estamos en época de resonar de campañas. Según la película navideña “Que bello es vivir” (Its wondefull life!) cada vez que una campaña resuena, por pequeña que sea, un ángel recibe sus alas.
Pero más allá del folklore de Hollywood, las campanas son parte del paisaje visual y sonoro nuestro y también de la identidad.
Existe en Mazatlán una Calle Campana que se llama así porque, por años, la campana de la capilla de San José estuvo ahí en la calle, montada en un armazón... hasta que llegó la Intervención francesa y las tropas de ocupación, católicos formales, la subieron con alarde de ingeniería militar a su torre.
Hay una acuarela hecha por el soldado Pettijean, donde los retrata bien formaditos entrando a misa.
Alguna vez, estando un poco enfermo en el pueblo de Comala, entre Colima y Jalisco, salí a la farmacia y, en medio de un repentino rebato de campanas de la iglesia, me topé con la imagen de la Virgen de Talpa (”La Generala”) que andaba ahí de visita, así que me integré de una vez a su peregrinación.
Me sentí en un cuento de Juan Rulfo o en una película de don Emilio “Indio” Fernandez. Pocas veces me he topado con una procesión tan auténtica.
En los pueblos del sur son muy comunes estas peregrinaciones de varios días, incluso, una misma imagen visita diversas parroquias y el barrio se pone de fiesta. Toda la noche hay cohetes y campanas jubilosas a cada cuarto de hora.
Pero me ocurrió algo inesperado. Me despertó más tarde de mi siesta un ruido que retumbaba hasta mi infancia. Campanas y campanas, con una extraña fuerza persistente.
Primero una sola en una nota constante, como una cabalgata repentina en el sopor de la tarde.
Luego, de súbito otra campana más aguda, con más enjundia y rapidez, como si fuera la hermana menor inquieta que llega a romper el cuadro, con un repique agresivo que se une con la primera largo rato, en un largo puente musical donde la campana mayor después comienza a intervenir en breves momentos, como secos golpes de tambor, hasta posesionarse de toda la melodía e imponer su tono ronco y grave, dejando a las otras dos campanas seguir juntas en su conversación con todo el pueblo, pueblo al que llaman a salir a solemne misa.
Salí a la calle. Era el momento en que “La Generala” visitaba la iglesia principal del Pueblo Mágico. Sí, se le llama de esa manera porque ella era la generala de los ejércitos cristeros.
Es sorprendente cómo en su rusticidad, las campanas logran armar una melodía de escasas notas que enciende una fuerza que solo se logra con la vibración del alma.
Un eco entre medieval y oriental, como esos sonidos que entonan los lamas o el cántico africano mono-tono (que no es lo mismo que “monótono”, palabra que proviene de la misma raíz).
He escuchado carrillones europeos, que son una especie de órganos con campanas en vez de tubos de aire que entonan melodías usando notas musicales y hasta tres octavas, pero el sonido primigenio que logran solo tres campanas a rebato es algo que se inocula en el espiritu, sobre todo para quienes vivimos en ciudades donde las iglesias como edificios han ido perdiendo su protagonismo.
El resonar me mandó a mí infancia, de donde no sólo extraje el recuerdo, si no hasta la letra que le inventé a ese sonido alguna vez.
¿Lo escuché en Copala, pueblo de mi madre donde llegué a pasar semanas santas completas? ¿Antes aquí en Mazatlán sonaban así las iglesias? ¿Por qué ya no suenan igual? La que está por mi casa no repica debido a que un vecino demandó porque no le dejaban dormir los domingos.
Incluso, creo recordar una versión musical más elaborada, con las mismas notas base, en una publicidad Guadalupana que salía en la tele por allá en 1976, cuando Pedro Ramírez Vázquez terminó la nueva iglesia del Tepeyac y se hizo un gran despliegue mediático.
Le pregunté a Pablo Soler-Frost, escritor que trabaja el tema los jesuitas, si él conocía el rebato. Me comentó que quizás era algún himno a la Virgen que es tocado en esas circunstancias.
No me quise quedar con la duda y me puse a buscar en YouTube. Y de paso descubrí que había muchas grabaciones en diversas iglesias, subidas por los chavos que las tocan, así como esos jóvenes rockeros que suben sus melodías o baladistas sus covers en espera que los descubran. Existe toda una cultura musical aérea las de estos jóvenes campaneros viviendo en la web.
Vaya. Sorprende que a no todas las generaciones les disguste accionar los altos sonidos eclesiasticos. El personaje de “Al filo del agua”, de Agustín Yáñez, descubre su vocación de músico y compositor, precisamente, tocando las campanas de su pueblo.
Pero yo aquí en Comala, escuchando sus campanas bajo la llovizna, me sentí como Ramón López Velarde en esas tardes en que, “oxidada la voluntad, me siento acólito del alcanfor, un poco pez espada y un poco San Isidro Labrador”.
Que nuestros lectores escuchen para bien, en estos días, solo campanas navideñas y celebratorias.