Con la música por centro: confesión

EL OCTAVO DÍA
06/07/2025 04:00
    Todo mundo reconoce un violín y, si toda la gente pudiera diferenciar a un fagot de un oboe, no le pasaría desapercibida la rica gama de combinaciones en una orquesta filarmónica.

    Acabamos de vivir en varias ciudades el Día de la Música, un evento internacional no oficial. He aquí la confesión de mi paso por ese fantasmal camino.

    Desde que tengo uso de la razón, a mí siempre me acompañó la música.

    Cuando empecé a hacer cosas sin razón -abandonar la prepa; elegir la no siempre redituable senda de las artes; renunciar a un trabajo donde la vida era una acumulación de horas muertas- la música también estaba ahí. Cómplice, compañera y compinche.

    Hubo un momento en mi pasado donde, lógicamente, pensé dedicarme a esa carrera. El gusto melódico y mi memoria apasionada bien podrían tener un provecho. Los principios que aprendí en mi secundaria federal, con el maestro Lucio Íñiguez, y estos principios se volvieron reactivos de liberación prolongada que no llegaron a hacer fisión: más bien, implosionaron en una secreta vocación oculta.

    La demasiada disciplina, las horas de sacrificio y concentración que exigen el estudio del solfeo fueron un suplicio para mi alma adolescente, que prefirió la libertad de una vida normal. ¿Habría sido bueno para mi espíritu libre entregarse a la composición o a la labor de ejecutante?

    Descubrí que la música surgió del enamoramiento de las matemáticas. Para estar contando, mejor me hago arquitecto y cumplo el sueño de mi padre y mi abuelo, concluí. (Y tampoco lo hice).

    Luego supe que en la poesía hay que contar las sílabas. Y este artículo que usted lee, no debe pasar de 4 mil caracteres. No se puede vivir la vida ni jugar dominó sin estar usando los números.

    Por fortuna, mi padre tenía una buena colección de discos de vinilo que galvanizaron mis tardes de adolescencia. El programa “México en la Cultura”, transmitido por el Canal 2 después del noticiero “24 horas”, pasó durante un año buenos conciertos. Era una producción de Miguel Sabido.

    Ustedes que no le sacan jugo a Youtube y demás plataformas no saben lo que dejan pasar. Antes era una odisea consguir un disco de Rachmaninof o Xenakis, pero por lo mismo, los atesorábamos y concedíamos mucho más atención.

    Viví atrapado en los estertores monotemáticos de la música disco, entre cascadas de música pop y los discos móviles, por lo que me refugié en mi burbuja personal. La música de banda era asunto solo para bodas. No era raro fiestas con órganos melódicos o grupos que hoy se les llama “versátil” como un elegante genérico.

    Por eso me encerré en mi vidriera musical, donde el aliento ardiente del mundo sin armonía se topaba con esa muralla hecha de notas musicales. Una vez leí que un método para no aburrirse en tiempos muertos consistía en seguir mentalmente una melodía de principio a fin.

    No tarareo las melodías. Las escucho en mi mente a su propio tiempo, reproduciendo en mi memoria cada uno de los acordes y compases. Eso es más fácil si uno conoce los instrumentos musicales y al momento de invocarlos se visualiza su figura.

    Todo mundo reconoce un violín y, si toda la gente pudiera diferenciar a un fagot de un oboe, no le pasaría desapercibida la rica gama de combinaciones en una orquesta filarmónica. Y la verdad, no es tan difícil aprender a diferenciarlos. Es más difícil terminar de conocer a las cambiantes amistades que uno posee.

    A veces mi batuta misteriosa debe detenerse y enmudece dentro de mí a la orquesta invisible. Pero en otras, mientras hago fila en un banco o conduzco en un tráfico opresivo, invoco a mis tesoros nemotécnicos y Mozart desciende súbitamente a salvarme de la miseria de la vida... Mi hambre celeste queda recompensada entonces y el ser que habita mi cuerpo vuelve a su estado original, antes de descender a esta tierra.

    El problema es que a veces ando ido y la gente que me ve abstraído o riéndome solo, se preocupa o mira hacia otro lado... Este algo trae, parecen decir.

    Así que si alguien ve que estoy sonriéndome solo, no me estoy acordando de mis maldades. Simplemente escucho a Mozart o quedé atrapado en un concierto de Vivaldi.

    Sí: vale la pena perderse en una nube hecha de sonatas para que este mundo no pierda su magia. Aunque los audífonos nos aíslan, eso puede ser demasiado... ya no hablemos de esos osados automovilistas o motociclistas que van por la vida con dos auriculares a gran volumen en cada unos de sus oídos.