Muchas de las complicaciones que dificultan la tranquilidad y armonía en las relaciones humanas se originan en la falta de conocimiento y comprensión de los demás.
Es común que las personas esperen recibir las palabras, trato y consideración que ellas quisieran tener, pero olvidan que el interlocutor es alguien diferente y no responderá necesariamente a sus expectativas. Se juzga a los demás desde la propia barricada, se dirige la mirada hacía sí mismo en lugar de situarse en el ámbito, perspectiva, sentimientos y pensamientos del otro.
Una clásica definición de conocimiento lo describe como “hacerse otro en cuanto otro”. Es decir, me hago la idea de la mesa en cuanto la propia mesa, no juzgando el objeto desde mi forma de ser. Si en el plano de las cosas no puedo adaptar el objeto a mí, sino que tengo que ir hacia él para captarlo como es, con mayor razón se realiza esta ecuación en el rubro de las relaciones humanas.
Un antiguo relato señala que un hombrecillo de sal recorriendo el mundo llegó a la orilla de un océano. Como no conocía el mar, le preguntó que quién era, a lo que éste respondió: “Soy el mar”. Pero, el hombrecillo no comprendió esta respuesta y se entristeció. “Me gustaría entenderte”, le dijo.
El mar le contestó: “Tócame”. El hombrecillo extendió su mano y comenzó a comprender qué era el mar, pero también captó que sus dedos comenzaron a disolverse.
“¿Qué has hecho conmigo?”, le preguntó al mar. “Me has entregado algo tuyo para poder entenderme”, respondió. El hombrecillo continuó sumergiéndose plácidamente en el agua, hasta que una ola lo disolvió por completo. Entonces, encontró la respuesta a su pregunta inicial: “¿Qué es el mar? El mar soy yo”.
¿Conozco y comprendo a los demás?