Criminalización de los ponchallantas: ¿un paso firme o un gesto simbólico?

ANTE NOTARIO
14/06/2025 04:02
    Las penas de 3 a 10 años de prisión (por los ponchallantas) son, sin duda, un disuasivo significativo en el papel. Pero su efectividad depende de un factor crítico: la probabilidad de detección y sanción.

    En días recientes, el Congreso del Estado de Sinaloa aprobó una reforma al Código Penal que tipifica como delito el uso, fabricación o comercialización de ponchallantas, con penas que oscilan entre los 3 y 10 años de prisión y multas de 100 a 500 días (artículo 264 Bis). Esta medida, impulsada con el noble propósito de combatir la inseguridad en nuestras carreteras, busca disuadir una práctica que, en manos del crimen organizado, se ha convertido en una herramienta para perpetrar robos, asaltos y, de manera particular, para evadir persecuciones policiales. Sin embargo, desde una perspectiva crítica y analítica, cabe preguntarnos: ¿es esta reforma un paso firme hacia la seguridad pública o se trata de un gesto más simbólico que efectivo?

    El uso de ponchallantas (artefactos rudimentarios pero letales), no es un fenómeno nuevo en Sinaloa. Su empleo por parte de grupos delictivos, especialmente en contextos de persecuciones, ha generado no sólo daños materiales, sino también un profundo sentimiento de vulnerabilidad entre los ciudadanos. La reforma aprobada pretende elevar el costo de esta conducta, enviando un mensaje claro: el Estado no tolerará prácticas que socaven la seguridad. No obstante, el análisis económico del derecho nos invita a reflexionar -más allá de las buenas intenciones- y evaluar si esta medida realmente transformará los incentivos de los delincuentes.

    Desde esta óptica, el comportamiento delictivo es una decisión racional: los infractores comparan los beneficios de sus actos (como escapar de una persecución para preservar su libertad o proteger cargamentos ilícitos) con los costos esperados (la probabilidad de ser capturados multiplicada por la severidad de la sanción).

    Las penas de 3 a 10 años de prisión son, sin duda, un disuasivo significativo en el papel. Pero su efectividad depende de un factor crítico: la probabilidad de detección y sanción. En un estado donde los recursos policiales son limitados y las persecuciones son escenarios de alta velocidad y caos, identificar al responsable de arrojar un ponchallantas es una tarea titánica.

    Sin cámaras de vigilancia avanzadas, drones o una presencia policial robusta en nuestras carreteras, la probabilidad de captura sigue siendo baja, lo que diluye el impacto de las sanciones.

    El crimen organizado, principal usuario de los ponchallantas en persecuciones, añade otra capa de complejidad. Estos grupos operan con estructuras jerárquicas, donde los miembros de bajo rango asumen los riesgos mientras los líderes permanecen protegidos. Para un sicario o un “halcón” que arroja un ponchallantas, la amenaza de prisión puede ser un riesgo asumible si la organización le ofrece apoyo económico o legal.

    Además, los beneficios de escapar de una persecución -mantener la libertad, proteger un cargamento de droga o evitar la desarticulación de una red- son tan altos que las sanciones, por severas que parezcan, podrían no ser suficientes para alterar el cálculo costo-beneficio de estos actores.

    No debemos ignorar los costos de implementar esta ley. Incrementar la vigilancia en carreteras, equipar a la policía con vehículos resistentes a ponchallantas y procesar a los responsables en el sistema judicial implica una inversión significativa que no se planteó con la reforma (ni antes, ni durante ni después). En un contexto donde el presupuesto de seguridad pública ya está bajo presión, ¿es realista esperar que el Estado pueda sostener estos esfuerzos?

    Más aún, las penas de prisión prolongadas podrían sobrecargar un sistema penitenciario que ya enfrenta hacinamiento, generando costos sociales y económicos adicionales. Desde el análisis económico, una ley sólo es eficiente si los beneficios de su aplicación (reducción del delito) superan los costos de su implementación. Aquí, el riesgo es que la reforma se quede en un gesto simbólico, incapaz de transformar la realidad en las carreteras sinaloenses.

    Esto no significa que la reforma carezca de méritos. La criminalización de los ponchallantas envía una señal de autoridad y refuerza la percepción de que el Estado está actuando frente a la inseguridad. Para delincuentes menos organizados, que actúan por oportunidad más que por lealtad a una estructura criminal, las penas podrían ser un disuasivo efectivo.Sin embargo, para que la ley tenga un impacto real, debe ir acompañada de medidas complementarias: inversión en tecnología de vigilancia, capacitación policial especializada y, sobre todo, estrategias integrales contra el crimen organizado. Atacar el lavado de dinero, desmantelar redes de distribución de bienes robados y ofrecer alternativas económicas a quienes se ven atraídos por el crimen son pasos esenciales para reducir los incentivos de estas conductas.

    En conclusión, la reforma al Código Penal de Sinaloa es un intento loable por recuperar la seguridad en nuestras carreteras, pero su éxito está lejos de estar garantizado. Sin una probabilidad alta de detección y sanción, y sin un ataque frontal a las estructuras del crimen organizado, los ponchallantas seguirán siendo una herramienta atractiva para quienes desafían la ley.

    Como ciudadanos, debemos exigir no solo leyes más duras, sino instituciones más fuertes. Solo así podremos transitar por Sinaloa con la certeza de que la justicia no se quedará ponchada en el camino.

    Ante Notario

    El autor es notario público y analista en temas jurídicos y económicos.