Santiago Beruete, de quien hablamos refiriéndonos a su libro Jardinosofía, escribió otra obra titulada Aprendívoros: Cómo cultivar la curiosidad, dedicado “a los profesores que siguen cruzando el umbral del aula con sed de aventuras y a los alumnos seducidos por el gozo de aprender”.
En el tercer capítulo de la primera parte, advirtió sobre un mal rápidamente extendido: “la digilopatía”, y colocó como epígrafe un texto tomado del libro El cultivo de la humanidad, de Martha Nussbaum: “Sería catastrófico que nos convirtiéramos en una nación de personas técnicamente competentes que han perdido la capacidad de pensar de manera crítica, de analizarse a sí mismas y de respetar la humanidad y la diversidad de los demás”.
Beruete definió al profesor como un artesano de la enseñanza que integra un sinfín de cualidades: motivación, creatividad, entrega emocional, habilidades sociales, talento para comunicar. Expresó que debe aspirar a la excelencia “sin caer en el perfeccionismo ni fomentar el elitismo, y centra su ejercicio docente en el alumnado y no en el cumplimiento de la programación. De ahí también que nunca repita lo mismo y disfrute con el proceso de aprendizaje más que con el resultado”.
Enfatizó: “No necesitamos más tecnología para resolver los problemas causados por la propia tecnología, sino más conciencia crítica a la hora de emplear unas herramientas digitales que van camino de convertirnos en sus herramientas. Es cierto que estas pueden facilitar nuestras relaciones interpersonales y el aprendizaje, pero no lo es menos que empobrecen nuestra experiencia”.
Especificó que debemos recuperar el sentido del asombro y el gozo de aprender: “Algo que todos sabemos, pero parecemos haber olvidado, es que la genuina sabiduría no se puede adquirir en una tienda online o en un centro comercial, sino que cada uno debe engendrarla”.
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