En los conversatorios recientes sobre cultura, violencia y derechos humanos, organizados por el Cuerpo Académico “Movimiento migratorio y desarrollo regional”, de la Facultad de Ciencias Sociales, llegamos a una conclusión clara: la paz en Sinaloa no será posible -o al menos no será duradera- sin la participación activa de la sociedad civil.
La actual crisis de inseguridad pone en evidencia cuán arraigado está el narcotráfico en nuestra vida cotidiana. Los homicidios, los “levantones”, las desapariciones, los negocios y hogares incendiados, así como las víctimas inocentes, son pruebas irrefutables de esta violencia estructural.
Ante este panorama, las instituciones gubernamentales, por sí solas, no pueden -ni podrán- revertir siglos de construcción de una cultura violenta. Todos conocemos a alguien vinculado directa o indirectamente con estas dinámicas: personas que “lavan” dinero, consumen drogas, lucen símbolos del narco en sus prendas o promueven música que glorifica el crimen.
Por supuesto, corresponde al Estado garantizar el orden y el respeto al derecho. Pero a la ciudadanía nos toca algo igualmente crucial: sembrar, desde nuestros espacios cotidianos, lo que podríamos llamar una auténtica cultura de la paz.
En contextos marcados por la inseguridad, la desesperanza y el abandono institucional, cada acto de creación, de diálogo o de encuentro se convierte en una forma de resistencia. La cultura -entendida no sólo como arte, sino como modo de vida- tiene el poder de resignificar lo que parecía destruido.
Y si hay un ejemplo inspirador en América Latina, ese es Colombia. A pesar de su historia marcada por el conflicto armado, ha logrado encender focos de transformación profunda a través de la cultura. En barrios donde antes reinaba el miedo, el arte y la creatividad lograron desarmar la violencia. México -y Sinaloa en particular- tiene mucho que aprender de esa experiencia.
Durante décadas, Colombia fue sinónimo de violencia: guerrillas, paramilitares, narcotráfico, desplazamientos forzados. Sin embargo, en medio del caos, emergió una fuerza silenciosa y persistente: la cultura.
No fueron los tanques del Estado ni los pactos internacionales lo que transformó el pulso de las comunidades. Fueron las bibliotecas en zonas rurales, los festivales de poesía en Medellín, los grafitis en Bogotá, los talleres de teatro en las cárceles, los jóvenes que eligieron un instrumento musical en lugar de un fusil.
Medellín es uno de los casos más emblemáticos. En los años noventa, era considerada la ciudad más violenta del mundo. Hoy, gracias a una decidida inversión en infraestructura cultural -como la Biblioteca España o la transformación de la Comuna 13 en galería urbana- el miedo cedió espacio al arte. La juventud encontró en el rap, el muralismo y la danza, formas de expresarse sin recurrir a la violencia.
En Bogotá, la literatura llegó gratuitamente a manos de miles. En Cali, colectivos enseñaron salsa a niños vulnerables, reemplazando el riesgo del reclutamiento armado por el ritmo de una orquesta.
La cultura no es una solución inmediata, pero sí profunda. Porque transforma lo más importante: la forma en que una sociedad se mira a sí misma. Donde antes se idolatraba al “patrón” o al “narco”, hoy muchos jóvenes aspiran a ser músicos como Karol G, Shakira, Carlos Vives o Maluma; o artistas plásticos como Ledania o Guache.
Colombia nos enseña que la violencia no se combate sólo con policías o militares, sino también con una inversión decidida en el alma colectiva. No se trata de idealizar la cultura como panacea, sino de reconocer su potencia como estrategia de largo aliento para construir paz.
En México, y especialmente en estados como Sinaloa, urge mirar hacia este modelo. La cultura no mata al narco, pero puede matarle el negocio. Porque cuando un joven encuentra una voz propia en la poesía, en el teatro o en la música, es menos probable que se venda por unas monedas o crea que la vida vale menos que una pistola.
Promover clubes de lectura, invertir en bibliotecas comunitarias, ofrecer clases de arte en colonias vulnerables... son ejemplos de acciones pequeñas, casi invisibles para los grandes titulares, pero con un potencial inmenso: romper el ciclo del miedo y sembrar, por fin, las raíces de una paz verdadera.
Es cuanto...