Desde las 9:00 de la noche del pasado viernes, oficialmente, este planeta ha entrado en la estación del verano.
Por supuesto, nosotros los sinaloenses estamos nadando en calor desde hace semanas, padeciendo esa poderosa sopa ambiental que ya es parte intrínseca -y nunca seca- de nuestra tan agobiada identidad.
Pero el verano también es el sinónimo para algunos de una pausa luminosa, una nueva etapa donde la lluvia y otro entorno parece apoderarse poco a poco de nuestro espacio vital. Sobre todo para niños y adolescentes, nuestra extensión más cara que debemos cuidar hoy más que nunca.
La literatura ha sabido asumir los papeles de las estaciones. Me agradan los títulos de libros o películas que involucran al verano. Hay algo de profundidad, de tardes alargadas a golpe de luz en ellos, olor de tierra mojada impregnado en los nombres que abanderan ese toque solar, posado sobre un musgo repentino.
Invocar a dicha estación es menos cursi que recurrir a la primavera, mientras que el resto de las etapas del año son más preocupantes. El invierno es la frialdad y la decadencia, mientras que el otoño -melancólico torbellino de hojas carcomidas por el lugar común-, se ha vuelto un eufemismo para suavizar a varias de las alegorías que involucran al invierno o la decadencia.
“El vino del estío”, de Ray Bradbury, es un caso ejemplar, donde la plenitud veraniega comparece en unidad con la liquidez del espíritu de la vid. Una novela juvenil sobre las vacaciones en un idílico pueblo gringo, al modo de “Stand by me”, “Smallville” o “Stranger things”... si me permiten mencionar tres producciones audiovisuales de diferentes épocas que empiezan con “S”.
En “De repente en el verano pasado”, un perturbador drama de Tennessee Williams llevado al cine, donde una gélida millonaria desea lobotomizar a la única testigo de la homosexualidad de su hijo muerto, refulge con una imagen incendiante de la escena cumbre.
El asesinato del joven en una playa mediterránea, al rayo del sol, evoca la misma candencia enarbolada por Camus en “El Extranjero”.
Hoy es un acto criminal hacer una lobotomía para “reiniciar” una persona, pero esa pesadilla de la medicina se aplicaba en familiares conflictivos.
La propia familia Kennedy le hizo esa operación a una hermana del Presidente porque de niña tuvo una condición de salud mental y, ya crecida, desarrolló una incómoda curiosidad sexual que preocupó a sus muy religiosos padres.
“El verano peligroso”, de Ernest Hemingway, narra la crónica de un largo enfrentamiento taurino entre Luis Miguel Dominguín y Antonio Ordóñez, texto que apenas hoy el periodismo y la literatura comienzan a revalorar. Y nadie quiere reeditar porque la tauromaquia es enjuiciada en todo el orbe, salvo en España.
También tenemos uno de los textos más extraños de García Márquez que se titula, “El verano feliz de la señora Forbes”, ambientado en la costa de Italia y donde hay una memorable recreación sobre el más poético de los deportes veraniegos: el buceo.
Los estadounidenses, amos y señores del consumismo y el tiempo libre como moneda de oro, ofician un culto acendrado por las vacaciones y el ciclo estival, al grado de que el tema de sus fiestas de graduación es la melodía “Un lugar de verano”, un éxito del hoy olvidado Percy Faith.
Esta es la rúbrica musical de la gran noche donde la mayoría de ellos pierde la inocencia, y además, hasta le piden matrimonio a su novia de prepa... bueno, si le hacemos caso a los convencionalidades de su cultura cinematográfica, ya que esa noche les sobresalta el temor y la seguridad que no volverán a verla quizá.
Mark Twain, al presentar el personaje de Huckleberry Finn como el símbolo de la libertad en “Tom Sawyer”, nos informa que “era el primero en quitarse los zapatos al llegar el verano y el último en ponérselos al llegar el invierno”.
Eso lo escribió mucho antes de que alguien nos ensartase otro verso similar, pero en un falso poema de Borges escrito por una señora de Iowa donde hasta el traductor menciona un paseo en calesita y aun hay gente que me alega que el poema si es de Borges.
Siguiendo con Twain, en ese mismo libro también nos describe un tedioso verano que Tom Sawyer se ve obligado a soportar y donde descubre, con azoro, que eximirse de la escuela no garantiza la felicidad. No es raro ese sentimiento de vacío que sólo se llena al volver a la escuela: sólo el tiempo libre y las densidades climáticas del calor nos hacen descubrir que nuestra vida, en ocasiones, puede ser verdadera e inmensamente aburrida.
Guillaume Apollinaire bautizó al verano como La Estación Violenta: “Oh, sol, es el tiempo de la razón ardiente”, reza el poema que Paz usó como epígrafe de un libro homónimo.
Es en verano cuando podemos sentirnos más vivos, iluminados por el calor de la lluvia, y también uno puede volverse irresponsable, soñador o, en palabras de López Velarde, un poco pez espada y a veces San Isidro Labrador.
Tratemos de llevar bien este nuevo verano sinaloense.