El desierto es considerado un terreno seco, agreste, árido e inhóspito. De hecho, lo es. Sin embargo, en el terreno espiritual no se considera desde ese punto de vista, puesto que desierto interior no implica aridez del alma, sino todo lo contrario, un terreno con muchas oportunidades de madurar, crecer y aprender.
En la espiritualidad bíblica, la época que el pueblo de Israel estuvo en el desierto fue la etapa en que sintió a Dios más cerca, como dice el capítulo 2 del profeta Oseas (2,16-17), en que señala que Dios cortejará a su pueblo como un esposo a su esposa:
“Por eso ahora la voy a conquistar, la llevaré al desierto y allí le hablaré a su corazón. Le devolveré sus viñas, convertiré el valle de la Mala Suerte en un lugar de esperanzas. Y allí ella me responderá como cuando era joven, como en los días en que salió de Egipto”.
Que quede claro, el texto no dice que Dios se regocije porque su pueblo sufra calamidades; lo que afirma es que, al no tener fuerzas, armas o recursos para resolver las cosas por sí mismo, el pueblo tiene que volverse necesariamente a su Dios y entregársele completamente.
Al no tener manera de resolver las cosas por sí mismo, el pueblo tendrá que renunciar a cualquier seguridad y abandonarse totalmente, se desapegará de todo elemento material para realizar un vacío radical, una migración introspectiva, un desierto interior. No estamos afirmando que la experiencia no sea difícil y rigurosa, porque el desierto es un lugar “hermoso y terrible”, al igual que el misterio de Dios, como afirmó Giorgio Gonella: “Debes estar muerto y aniquilado para todas las cosas... si Dios ha de hacer algo en tu interior o contigo”.
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