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LA RAMBLA

Dice que entró como en mantequilla

29/01/2023 04:12

    Ya tenía rato que “El Chuy” y yo éramos compas.

    Además de ser casi de la misma edad, teníamos gustos en común, como la música o las series de comedia, pero sobre todo la más importante y la razón principal por la que nos conocimos: la cocina.

    “El Chuy” era alguien que con solo verlo me arrancaba la sonrisa de chiste, porque podría casi leer su mente que alguna pendejada estaba maquinando para hacerme la broma o el comentario y sacarme una carcajada.

    También compartíamos una disciplina muy parecida para trabajar, respetábamos lo que hacíamos, los procedimientos, los protocolos rigurosos de limpieza y hasta la calidad de los productos que utilizábamos.

    La mejor parte de nuestra relación amistosa fue cuando compartimos la cocina de un restaurante de comida italiana, uno de mis primeros trabajos formales y donde creo que fue el primer lugar donde yo demostré mi talento.

    Éramos tan parecidos que podíamos empezar uno un platillo, dejarlo a la mitad y el otro completarlo para entregarlo de una manera en que nos dejaba satisfechos a los dos y, por supuesto, al comensal.

    Pero así como teníamos cosas en común, también compartíamos diferencias que a veces se extrapolaban.

    Mi familia estaba completa, tenía una excelente relación con mis dos hermanos, tanto el menor como el mayor. El mayor me inspiraba respeto también por su preparación y su disciplina, alguien que amaba los libros y estaba siempre a la búsqueda de cosas extraordinarias que le hacían brillar su existencia.

    Mis padres se amaban y tenían una relación sin trompicones, cada quien con sus roles bien definidos, amando y respetando lo que hacían y sobre todo, con mucho cariño.

    “El Chuy”, en cambio, venía de una familia disfuncional, con padres ausentes, y yo me emocionaba al conocer su historia, porque veía que él recorrió el camino diferente y más difícil para llegar a donde estábamos.

    Lo único que me asustaba, o me preocupaba un poco, era su hermano mayor, quien estaba cumpliendo una sentencia en prisión cuando yo supe de su existencia.

    Lo poco que yo sabía era que se había enredado con narcotraficantes, primero como mandadero, luego como tirador y al final como sicario, pero con permiso de enviar y cobrar por sus cargamentos de droga.

    Era, cuando supe de él, alguien indispensable para los jefes, porque cumplió su condena en celdas de lujo, con PSP y Tv de plasma, con permiso para tener arma de fuego, pistear o mandar traer a las putas.

    Sin embargo, yo sabía que “El Chuy” tenía una relación muy cercana con su hermano, que lo amaba y que entendía que el camino que al final decidió tomar, era de los únicos disponibles para alguien de su edad en un lugar como Sinaloa.

    Estaba afilando un cuchillo japonés cuando “El Chuy” llegó con esa daga de gran tamaño, parecida a las que los militares colocan en la punta para convertirlas en bayonetas y entrar a la batalla cuerpo a cuerpo.

    El filo, todo es trabajo para dotar al acero de una ala tan delgada que sea capaz de separar el hueso o la piel de la carne, era algo que me apasionaba.

    Por eso no necesitó decirme nada, pues yo solo tomé el cuchillo medio oxidado con las hojas casi planas.

    Comencé con lo más fácil, una limpia, con lija para quitar imperfecciones, abruptos del metal, poquita sal, un cepillo y a darle.

    Los días comenzaron a correr y yo estaba muy interesado en mi pequeño proyecto personal, mi ópera prima, mi primera rehabilitación de un objeto antiguo, para dejarlo brillante y sobre todo para dotar de ferocidad a esas hojas que ya se le habían secado sus ganas de morder y romper carne y empaparse de sangre.

    Aprovechaba cualquier resquicio de tiempo, entre la elaboración de un platillo y otro, para darle esa raspada, esa bocanada de aire al pedazo de acero, para revivirlo y mantenerlo con vida.

    El cuchillo quedó terminado y bien afilado una dos semanas después de haberlo visto por primera vez.

    Yo se lo entregué al Chuy una vez que apenas iba llegando al restaurante. Se lo entregué y la mirada le brilló a la misma intensidad que la hoja.

    “Gracias”, me dijo y la guardó entre sus ropas después de toda una sesión de observación a detalle.

    Luego tomó una hoja de papel y la cortó de un solo movimiento. Luego se atrevió a acercársela a la piel y arrastrarla entre vellos de su antebrazo que dejó una huella muy parecida al rastrillo para rasurar.

    Unos días después, en medio de una sesión intensa de platillos para entregar, me comentó que su hermano había encontrado el cuchillo y le gustó tanto que se lo pidió regalado y no se pudo negar.

    La plática por ese tema no duró mucho, pero a mí me dejó reflexivo, con una cierta preocupación, por la posibilidad de que indirectamente habría hecho un trabajo en una hoja con la intención de trabajar para una cocina y que terminara usándose para provocar daño en un humano.

    No recuerdo qué tanto tiempo pasó, cuando me llegó un mensaje que me sigue causando escalofríos.

    Desde que “El Chuy” llegó al trabajo lo noté intranquilo. Pude darme cuenta de sus tímidos intentos de quererme decir algo, que yo sin saber de qué se trataba me provocaba impaciencia.

    Hasta que en una breve pausa en la elaboración de los platillos los acorralé.

    “Ya, dime la neta, ¿qué traes, loco?”, le solté a bocajarro.

    “No, nada...”, respondió.

    “Ya, déjate de mamadas, ¿cómo que nada?”, le insistí.

    “Pues, es que... no sé si decirte”, dijo.

    “Pues dime, así como va”, me envalentoné.

    “Dice mi carnal que muchas gracias, que el cuchillo cortó al chingazo... que entró como en mantequilla”, expresó.

    Yo ya no quise saber más del tema.