Hay una nueva religión que no necesita templos ni altares, su dios no tiene nombre, pero sí símbolo, el del dólar, el peso, el bitcoin o la acción que sube en la bolsa, no exige fe, exige rendimiento y no promete salvación, promete acceso. Vivimos en una época donde el dinero ha dejado de ser un medio para convertirse en medida y mide el valor de las personas, el peso de las opiniones y hasta la gravedad de los pecados. El que tiene dinero no solo compra cosas, compra indulgencias.
En los últimos años he visto cómo se aplaude en lo privado a empresarios que se enriquecieron por vías torcidas, algunos se movieron entre lavado de dinero y desvío de recursos públicos, recursos que debieron estar asignados en obra social, salud, educación, seguridad, pero ahí están, sentados en mesas de gala, levantando copas, recibiendo reconocimientos por su “visión empresarial”.
El pecado, parece, no es hacer lo incorrecto, el pecado es no tener dinero. Y en esa inversión de valores, la honestidad pierde valor de mercado, lo que antes era motivo de vergüenza ahora se celebra si vino acompañado de éxito financiero, a quien hace fortuna con elegancia se le dice “estratega”, a quien lo hace desde abajo, sin educación ni apellido, se le dice “criminal”, pero en ambos casos el verbo es el mismo, hacer lo que sea por dinero.
Es curioso, la sociedad que condena con fuerza a los narcos por su codicia es la misma que admira a los empresarios que “saben moverse”, aunque usen los mismos mecanismos de poder, corrupción o violencia estructural, la diferencia no está en el acto, sino en la estética, unos lo hacen con fusil y otros con traje. El problema es que la moral y no se diga los sistemas de impartición de justicia de los países latinoamericanos han desarrollado una especie de tabla de conversión en dólares, a mayor riqueza, menor culpa. Los medios lo reproducen, las redes lo amplifican y la política lo consagra.
¿En qué momento dejamos de valorar el origen del dinero? ¿Cuándo la línea entre mérito y privilegio se volvió tan borrosa que ya nadie distingue el esfuerzo del oportunismo?
Max Weber decía que el capitalismo nació del espíritu protestante, del trabajo duro, la sobriedad, la vocación, pero lo que tenemos hoy es otra cosa, es un capitalismo sin ética ni vocación, una economía de la apariencia donde el lujo sustituye al propósito y la ostentación al mérito.
En América Latina, donde la movilidad social es una carrera cuesta arriba, llena de obstáculos, muchos de ellos infranqueables, el dinero no solo representa bienestar, sino redención, “lo logró”, decimos del que triunfa, aunque sepamos que lo hizo trampeando, en el fondo, la riqueza sigue siendo el pasaporte simbólico hacia la dignidad. El problema es que cuando el éxito se vuelve la única medida del bien, el mal encuentra justificación contable.
Las redes sociales son el nuevo templo de esta religión, ahí se canoniza al que muestra lujo y se crucifica al que expone vulnerabilidad, los gurús del éxito repiten que “todos pueden lograrlo” si trabajan más, si visualizan más, si piensan en grande pero detrás de ese evangelio de la abundancia se esconde la vieja falacia de siempre, la desigualdad estructural no se resuelve con motivación, sino con justicia. La trampa es que esta teología del dinero convierte la pobreza en pecado personal, si no tienes, es porque no creíste lo suficiente, no te moviste bien, no entendiste las reglas del juego. Así, el sistema no se discute: se idealiza.
Cuando una sociedad convierte el dinero en su dios, pierde el alma sin darse cuenta porque el dinero, como toda deidad que no conoce límites, termina devorando a sus fieles, primero compra las conciencias, luego las convicciones, y al final, los silencios. Por eso no avanzamos, porque nuestros valores están tasados en el mercado, porque el aplauso se vende y la culpa se negocia, porque seguimos creyendo que el éxito justifica el origen y mientras tanto, seguimos rezando frente al altar del billete, esperando que nos bendiga con abundancia, aunque para ello tengamos que hipotecar la dignidad.
Quizá el problema no sea solo que el dinero compre cosas, sino que también compre significados, que pueda transformar el delito en “éxito”, la trampa en “astucia”. ¿Cómo puede una sociedad aspirar a la justicia si confunde la riqueza con la virtud? ¿Qué tipo de país estamos construyendo cuando admiramos al que acumula más que al que aporta? ¿De qué sirve castigar al corrupto si seguimos premiando al poderoso? El verdadero crimen no es la pobreza, ni la riqueza a la que muchos podemos aspirar, sino la indiferencia moral con que aceptamos que todo, hasta la ética, tenga precio.
Gracias por leer hasta aquí, nos leemos pronto.
Es cuánto.