Dormidos pero no descansados: el falso sueño del alcohol y las benzodiacepinas, y su vínculo con la enfermedad de Alzheimer

29/06/2025 04:01
    Así, aunque el cuerpo esté quieto y los ojos cerrados, el cerebro bajo los efectos del alcohol o los benzodiacepinas no está verdaderamente dormido. No repara, no limpia, no consolida recuerdos. Es un estado de anestesia parcial, un paréntesis que puede sentirse como descanso, pero que deja al sistema nervioso más vulnerable.

    Dormirse no siempre significa estar “dormido” de verdad. Es una afirmación que puede sonar paradójica, pero que refleja una realidad cada vez más respaldada por la ciencia: el alcohol y los benzodiacepinas, dos sustancias comúnmente utilizadas para “ayudar” a dormir. Estas inducen un estado de sedación que puede parecer sueño, pero que en realidad interfiere profundamente con los procesos fisiológicos esenciales del descanso. Esta distorsión del sueño natural no sólo impide la recuperación adecuada del cerebro, sino que también, a lo largo del tiempo, está asociada con un riesgo aumentado de deterioro cognitivo y enfermedades neurodegenerativas como el Alzheimer.

    Cuando alguien se echa unos tragos por la noche, es común experimentar somnolencia. De hecho, muchas personas recurren al alcohol como un remedio casero para conciliar el sueño. Sin embargo, lo que ocurre en el cerebro bajo los efectos del alcohol es muy diferente al sueño fisiológico. El alcohol suprime las fases más profundas del sueño, en especial el sueño de ondas lentas (sueño N3) y el sueño REM, etapas fundamentales para la consolidación de la memoria, la limpieza de metabolitos cerebrales (basura que producen las neuronas durante el día) y el equilibrio emocional. Lo mismo ocurre con los benzodiacepinas, que, aunque tienen un mecanismo de acción distinto (actúan donde mismo, potenciando la actividad del neurotransmisor GABA, inhibiendo la actividad neuronal) también reducen significativamente el sueño REM y alteran la arquitectura del sueño.

    Este sueño artificial puede dar una falsa sensación de descanso. La persona se duerme con rapidez, pero despierta varias veces durante la noche (frecuentemente, sin percatarse de ello), no alcanza fases profundas de sueño, o se siente fatigada al día siguiente. Peor aún, con el uso prolongado, tanto el alcohol como los benzodiacepinas alteran el equilibrio natural de los neurotransmisores que regulan el sueño y generan dependencia. Pero los efectos no terminan ahí. Estudios recientes han demostrado que la privación crónica de sueño de calidad y la interrupción persistente del ciclo sueño-vigilia están asociadas con una acumulación anormal de proteínas tóxicas en el cerebro, como la beta-amiloide, una de las principales características patológicas del Alzheimer.

    En condiciones normales, durante el sueño profundo, el cerebro activa un sistema de limpieza conocido como sistema glinfático, el cual permite eliminar desechos y subproductos del metabolismo neuronal. Uno de los productos que se elimina durante esta fase es precisamente la proteína beta-amiloide. Cuando este proceso se interrumpe (por ejemplo, por una noche de sueño sedado con alcohol o benzodiacepinas) se reduce la eficacia del sistema glinfático, favoreciendo su acumulación. La beta-amiloide tiende a agruparse en placas entre las neuronas, interfiriendo con la comunicación sináptica y desencadenando respuestas inflamatorias. A lo largo del tiempo, estas alteraciones estructurales y funcionales deterioran la memoria, la atención y otras funciones cognitivas.

    Además, estudios epidemiológicos han observado que el uso crónico de benzodiacepinas (especialmente en personas mayores) se asocia con un mayor riesgo de demencia. Por ejemplo, un estudio realizado en Francia con más de mil adultos mayores mostró que aquellos que usaban benzodiacepinas regularmente durante más de tres meses tenían un 51 por ciento más de probabilidad de desarrollar Alzheimer en comparación con quienes no las usaban (Billioti de Gage et al., 2014). Este vínculo podría explicarse no sólo por la alteración del sueño, sino también por efectos directos sobre los receptores GABA, cuya desregulación afecta el equilibrio excitatorio/inhibitorio del cerebro, deteriora la plasticidad sináptica y acelera la degeneración neuronal.

    El alcohol también tiene un efecto neurotóxico directo. En grandes cantidades o consumido de manera crónica, daña la estructura cerebral, reduce el volumen del hipocampo (una región clave para la memoria) y altera la expresión de genes relacionados con la neuroprotección. El alcoholismo crónico se ha asociado con una forma de demencia llamada encefalopatía de Wernicke-Korsakoff, pero incluso consumos moderados y regulares, si alteran el sueño a largo plazo, podrían contribuir al deterioro cognitivo progresivo.

    Así, aunque el cuerpo esté quieto y los ojos cerrados, el cerebro bajo los efectos del alcohol o los benzodiacepinas no está verdaderamente dormido. No repara, no limpia, no consolida recuerdos. Es un estado de anestesia parcial, un paréntesis que puede sentirse como descanso, pero que deja al sistema nervioso más vulnerable. Lo preocupante es que esta percepción errónea puede llevar al uso habitual de estas sustancias, perpetuando un ciclo de sueño artificial y daño neurocognitivo.

    No todo lo que induce el sueño favorece la salud cerebral. El sueño fisiológico, con sus ciclos completos y fases profundas, es un pilar esencial de la memoria, la limpieza neuronal y la prevención del deterioro. El alcohol y los benzodiacepinas pueden apagar la conciencia, pero también silencian procesos vitales. Dormir bien no se trata sólo de cerrar los ojos, sino de permitirle al cerebro hacer su trabajo. Porque, como lo demuestra la evidencia científica, dormir mal cada noche es caminar, poco a poco, hacia el olvido.

    Billioti de Gage, S., Bégaud, B., Bazin, F., Verdoux, H., Dartigues, J. F., Pérès, K., ... & Pariente, A. (2014). Benzodiazepine use and risk of Alzheimer’s disease: case-control study. BMJ, 349, g5205. https://doi.org/10.1136/bmj.g5205