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"Realidades"

"EDIFICIO EMBLEMÁTICO DEL VIEJO CULIACÁN"

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02/10/2020 20:12

    El Teatro Apolo: de la gloria al olvido

    Este teatro había nacido por iniciativa de un grupo de habitantes de Culiacán que anhelaba tener un espacio de diversión para distraerse de tantas penurias sufridas durante la segunda mitad del Siglo 19 como consecuencia de desastres naturales como los ciclones, y las epidemias, específicamente la fiebre amarilla y la peste negra

     


    La época histórica conocida como el Porfiriato, que abarcó de 1877 a 1911, fue de grandes transformaciones en el país.

    La política del Presidente Díaz, “Don Porfirio”, giraba en torno a la voluntad de modernizar a México, dotándolo de los elementos necesarios para sacarlo de la “barbarie” e introducirlo al progreso. Los teatros se volvieron imprescindibles en este proyecto modernizador como parte de la vida social y cultural deseada.

    En el caso de Sinaloa, la erección de un teatro se convirtió en una especie de obsesión para el Gobernador Mariano Martínez de Castro durante sus dos periodos al frente del Ejecutivo estatal (1880-1884; 1888-1892).

    En realidad, Culiacán ya contaba en el Porfiriato con un teatro de modesta manufactura, llamado “Ángela Peralta” en honor a la diva operística conocida con el mote de “ruiseñor mexicano”, una de las voces más prodigiosas de su tiempo.

    Este teatro había nacido por iniciativa de un grupo de habitantes de Culiacán que anhelaba tener un espacio de diversión para distraerse de tantas penurias sufridas durante la segunda mitad del Siglo 19 como consecuencia de desastres naturales como los ciclones, y las epidemias, específicamente la fiebre amarilla y la peste negra.

    Este teatro era una especie de gallera grande apuntalada con horcones y cubierto de petates, el cual se ubicaba en lo que hoy es un estacionamiento contiguo a la Universidad Casa Blanca. La gente le llamaba en ocasiones, entre despectiva y cariñosa, “Ángela Petates” o “Ángela Perralta”. Parece que este poco versallesco teatro pasó a menos ingrata vida hacia 1903.

    Un teatro de verdad

    Pero el Gobernador Martínez de Castro quería un “teatro de verdad”, así que reunió en poco tiempo un grupo promotor que secundaría su proyecto.

    En una visita que realizó a la Ciudad de México aprovechó para entrevistarse con el joven arquitecto Luis Felipe Molina Rodríguez, recién graduado de la Academia de San Carlos, y le hizo la propuesta de venir a Culiacán a encargarse de la edificación del teatro.

    El arquitecto Molina aceptó la invitación y poco después emprendió su tortuoso viaje a Culiacán, invirtiendo un mes en la odisea. A su llegada a nuestra ciudad, el Gobernador le asignó otras tareas, pues los requerimientos previos para la construcción del teatro estaban lejos de estar cumplidos.

    Con mucho esfuerzo se fueron allanando las dificultades hasta satisfacer las condiciones estipuladas. Fue hasta el 27 de diciembre de 1889 cuando se firmó el decreto constitucional sobre la construcción de un teatro para Culiacán, el cual se publicó en el periódico oficial El Estado de Sinaloa, aunque no fue sino hasta 1891 cuando el Gobernador Martínez de Castro y el arquitecto Molina suscribieron el contrato para la realización de la anhelada obra.

    Se buscó un terreno apropiado y se decidió por uno de 27 x 44 metros de superficie, ubicado en la calle Rosales, la principal de la ciudad en ese tiempo.
    Lamentablemente para Martínez de Castro, y tal vez para la ciudad, el Gobernador perdió la carrera contra el tiempo y concluyó su segundo y último mandato sin haber concretado su sueño, por el que había luchado durante más de diez años.

    El proyecto continuó y se concluyó aún sin la participación de Martínez de Castro, y con muy poca de parte del general Francisco Cañedo, que había retornado a la silla gubernamental. El acto simbólico y ritual de la colocación de la primera piedra aconteció el 30 de agosto de 1891. Durante la ceremonia se colocaron en una probeta de cristal varias monedas de plata de 1891 y un ejemplar de cada uno de los tres periódicos más importantes de Culiacán, el Mefistófeles, El Monitor Sinaloense y El Estado de Sinaloa.

    De inmediato se continuaron los trabajos de construcción, aunque a un ritmo lento. Para 1893 la obra ya estaba muy avanzada, y se planificaba la fecha de inauguración. Sin embargo, todavía tuvieron que superarse varios escollos antes del esperado arranque, entre ellos la realización del peritaje técnico que avalara la apertura del teatro al público.

    Habiendo cumplido los procedimientos habituales, el teatro fue inaugurado la noche del 14 de abril de 1895, asistiendo al acto lo más selecto de la sociedad culiacanense. Durante la velada inaugural participaron el clarinetista Arcadio Limón, padre de José Limón, el famoso bailarín y coreógrafo festejado como el “culiacanense universal”, la pianista aficionada Leonor Praslow y algunos oradores designados para la ocasión. Esa noche también fue ovacionado el arquitecto Molina, quien apenas contaba con 30 años de edad. ¡Por fin Culiacán contaba con un teatro de calidad!

    El teatro Apolo

    El teatro fue bautizado con el nombre de Apolo. La elección de este nombre me parece significativa, al menos por dos razones. La primera es por los atributos de este dios de la mitología griega, hijo de Zeus y Leto, considerado dios de la música y la poesía, inspirador de poetas y oradores, quien presidía los conciertos de las musas.

    Era pues, el personaje ideal para prestar su nombre a este teatro dedicado a la promoción de las artes escénicas, musicales y oratorias. Por otro lado, me parece la elección del nombre revelador de la mentalidad y el nivel cultural de al menos un pequeño grupo de la intelectualidad culiacanense de la época, identificado con la cultura greco-latina, dominante en el Siglo 19. Se optó por este nombre de resonancias universalistas, distanciándose de una mentalidad demasiado nacionalista o regionalista. También puede considerarse como un sencillo testimonio de la posesión de cierta cultura clásica en algunos miembros de la élite de Culiacán, como también lo revela la asignación de nombres tomados de la cultura clásica para la fábrica de telas el Coloso de Rodas (que era una gigantesca estatua de Apolo), la hacienda azucarera La Aurora, la calle de la Sirena (actual Zaragoza), lugar de cantinas y prostíbulos, donde se acostumbraba llamar “ninfas” a las prostitutas.

    También el telón del teatro Ángela Peralta había lucido en su telón una pintura de las Tres Gracias (encanto, belleza y naturaleza), también motivo de la mitología griega.
    El teatro Apolo era poseedor de una belleza notable. Para muchos, fue el edificio más bello de su época en Culiacán. Refiere el arquitecto René Llanes sobre la fachada que era de “un refinado lenguaje académico y de una marcada influencia clasicista, en donde sobresalen, no los elementos de ornato, sino la mesura y el equilibrio de la composición”. No era un estilo neoclásico puro, pero sí de reminiscencias clasicistas.
    Bajo la cornisa superior, sobre los balcones centrales del casino adyacente del Círculo Mercantil, se colocaron las palabras latinas Ars, Natura, Veritas (arte, naturaleza, verdad).

    En el último nivel, encima de la cornisa superior, el teatro tenía dos balaustradas en cada extremo, rematadas por conchas marinas y, al centro, un tablero con el nombre APOLO inscrito en bajo relieve. Es importante recordar que en la narrativa mitológica, la diosa Venus (o Afrodita) arribó a tierra firme desde el océano sobre una concha marina, símbolo de la fertilidad femenina y del renacer personal que trae consigo la virtud. Sobre este tablero se erigió, en la parte superior de la fachada, una lira de hierro fundido. La lira es el motivo que más identifica al dios Apolo. Vemos, pues, una fachada del teatro cargada de reminiscencias clásicas. La altura del teatro era de casi 17 metros, por lo que, después de Catedral, el Apolo era ahora el edificio más alto de la ciudad.

    Respecto al interior del teatro, se sabe que las butacas tenían respaldos de madera y que los asientos eran plegables y estaban acojinados. En los primeros años de funcionamiento, se iluminaba con faroles de petróleo, conocidos como “cachimbas”, aunque posteriormente fueron sustituidos por bombillas eléctricas. Podía albergar a 1,500 espectadores, es decir al 15 por ciento de la población de Culiacán, que para ese entonces sería de un poco más de 10 mil habitantes.

    El diseño del interior del teatro también servía para reforzar las diferencias sociales, pues como señala Sergio López Sánchez: “No obstante que el teatro recibía a todos los estratos sociales, su diseño impedía las mezcolanzas. El patio de butacas, plateas, palcos primeros, segundos y la galería no se comunicaban entre sí y el precio del boletaje en cada uno de ellos era diferente”.

    Seguro no sólo había diferencias en los precios y las localidades, sino también en los comportamientos y actitudes. No eran infrecuentes las situaciones como la que describe una narración de la época: “En los entreactos, el ingenuo público de la ciudad dejaba los asientos del teatro y salía a la calle a comprar fruta de horno, manzanas enmieladas, ponteduros, pipitorias y turrones. Las familias pudientes tenían sus propios cargadores que les llevaban sus sillas que colocaban en los palcos para disfrutar del espectáculo”.

    La primera compañía formal que actuó en el teatro Apolo fue la Ópera Ciudad de Roma. Como las funciones teatrales eran esporádicas, la manera de anunciarlas era encendiendo en la fachada unas estrellas compuestas de focos. Esta manera de anunciar fue ingeniosa y práctica, pues la mayor parte de la población era analfabeta, pero así todos se enteraban que habría funciones.

    Con el paso de los años, el Apolo fue albergando diferentes actividades. En 1898, por ejemplo, en él se exhibieron las primeras películas vistas en Culiacán. También se presentaron grupos de baile, música, pantomima, circo y prestidigitadores. Desde su erección, en el Apolo se celebraron grandes fiestas de la élite culiacanense como coronaciones de reinas del carnaval o cumpleaños del Gobernador Cañedo, así como actos de campañas electorales, claro, siempre y cuando fueran a favor de los candidatos porfiristas.

    La caída de Apolo

    El Apolo tuvo sus años de gloria, pero para 1919 se liquidó el teatro y fue adquirido en propiedad por Manuel Clouthier Cañedo, con lo cual se acentuará un proceso de decadencia que ya se venía insinuando, aunque seguirá siendo un lugar que albergará eventos importantes. El 4 de noviembre de 1919 llegó a Culiacán el candidato presidencial Álvaro Obregón durante su campaña presidencial. En 1928 volvió a estar Obregón en Culiacán, pocas semanas antes de que fuera asesinado. También en 1928 estuvo en el Apolo José Vasconcelos, cuando pasó por Culiacán durante su campaña electoral por la presidencia de la República.

    En 1935 murió Manuel Clouthier Cañedo y pasó a ser propietario del teatro su hijo Manuel Clouthier Andrade, quien tampoco fue capaz, o no tuvo interés, de revitalizar al envejecido coloso. Para 1946, el teatro ya estaba en muy mal estado, como refirió el maestro Juan Macedo, testigo de la época: “El foso de la orquesta estaba lleno de cucarachas. El telón viejísimo. Se improvisaban los camerinos para los artistas porque no los había. La iluminación no era muy buena. Las candilejas muy pobretonas. Las piernas de las columnas dejaban mucho que desear”. También en 1946 un ciclón arrancó una parte de las láminas de zinc del techo, las cuales no fueron repuestas.

    Ya en estado lamentable, la última película que se exhibió fue la argentina Donde mueren las palabras, en 1947. Dos días después de esta exhibición se inauguró el cine Avenida, ubicado en la Avenida Obregón, entre la calle Colón y el bulevar Madero, donde hoy se localiza el hotel San Marcos. De esta manera el teatro ya ni siquiera sería utilizado como sustituto de cine. Dio una “patada de ahogado” al reabrirse para la presentación de la obra Fata Morgana, que contó con escasa concurrencia. El último evento que se desarrolló en él fue el 16 de septiembre de 1947, cuando la SEP hizo entrega de unos diplomas a participantes en una campaña de alfabetización.

    En 1948 empezó la demolición del Apolo. El periodista Mario Labrada, testigo ocular de la destrucción, escribió: “La implacable piqueta, con lujo de crueldad de sus verdugos está demoliendo su gallarda silueta como un sello desafiante de la moderna civilización”. Lo último en demolerse fue la fachada, tal vez existiendo la idea de conservarla como imagen urbana. Pero también fue derrumbada al año siguiente, 1949. El teatro Apolo se había ido para siempre. La joya arquitectónica orgullo del Culiacán porfirista, uno de los edificios más bellos en la historia de nuestra ciudad, obra del arquitecto Luis F. Molina, el personaje que más marcó nuestra historia edilicia y urbana en el paso histórico del siglo 19 al 20, ya era polvo, escombro y basura.

    La demolición estuvo a cargo del ingeniero Constantino Haza, quien también construyó la obra que tomó el lugar del Apolo, el edificio “Clouthier”, uno de los más insulsos y anodinos de la arquitectura del Siglo 20 en Culiacán. En parte del lugar donde estuvo el Apolo, ahora se localizan un estacionamiento y una peluquería, fieles reflejos de la valoración que un sector de la población tiene por nuestro patrimonio histórico, herencia artística, historia edilicia y memoria cultural.

    Ahora, el teatro Apolo sólo puede ser referido y tal vez imaginado. De ser el orgullo arquitectónico del Porfiriato en Culiacán, ahora nos esforzamos para poder recordarlo solamente como el símbolo de una época de añoranza. Por registrar su paso de la gloria al olvido.

    El autor es profesor del Campus Sinaloa.

    Responsable
    Ernesto Diez Martínez Guzmán

    Comentarios
    diez.martinez@itesm.mx

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