La mirada infantil es transparente e inocente, pero no ingenua. Es una mirada que se asombra y sorprende, lo que permite que la mente se abra y opere el taller de su creatividad. Como no tiene su mente amaestrada, el niño se maravilla ante lo que el mundo ofrece a sus ojos e imagina una infinita gama de posibilidades.
Lo importante es educar en el asombro, posibilitar que la mente del niño se extienda, permitir que se sorprenda, se interrogue y se cuestione. Chesterton expresó: “Cuando muy niños, no necesitamos cuentos de hadas, sino simplemente cuentos. La vida es de por sí bastante interesante. A un niño de 7 años puede emocionarle que Perico, al abrir la puerta, se encuentre con un dragón; pero a un niño de 3 años le emociona ya bastante que Perico abra la puerta”.
Jorge Larrosa, profesor de Filosofía de la Educación, afirmó que el niño: “es el portador de una mirada libre, indisciplinada, quizá inocente, quizá salvaje, el portador de una forma de mirar que aún es capaz de sorprender a los ojos. El adulto, por su parte, es el propietario de una mirada no infantil, sino infantilizada, es decir, de una mirada disciplinada y normalizada desde la que no hay nada que ver que no haya sido visto antes. Y es el niño el que enseña al adulto a mirar las cosas como por primera vez, sin los hábitos de la mirada constituida”.
Milán Kundera reforzó la importancia del asombro infantil en el porvenir del ser humano: “Los niños no son el futuro porque algún día vayan a ser mayores, sino porque la humanidad se va a aproximar cada vez más al niño, porque la infancia es la imagen del futuro”.
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