La fugacidad del momento y la velocidad con que transcurren los acontecimientos nos llevan a enfocarnos en una carrera contra el tiempo. La cantidad de información que no alcanzamos a procesar nos conduce por la autopista de la angustia, irritabilidad, zozobra, impaciencia, estrés y ansiedad.
El tiempo huye y no encontramos una fórmula para detenerlo, al menos en nuestra civilización occidental. Los filósofos definieron el tiempo como la medida del movimiento, según un antes y un después. El mismo San Agustín se topó con un infranqueable muro cuando intentó definir el tiempo, al grado que mejor expresó: “si no me lo preguntan lo sé, si me lo preguntan no lo sé”.
En el pensamiento oriental hilaron más fino al abordar el tiempo y lo consideraron algo estrictamente personal, sutil e íntimo, como recordó el filósofo surcoreano Byung-Chul Han -quien se formó también en Alemania- en su libro: “El aroma del tiempo. Un ensayo filosófico sobre el arte de demorarse”.
En esta obra, Han exhortó a dejar atrás la vida hiperactiva que llevamos para recuperar el sentido pleno de lo que vivimos. En efecto, en la pausa, sosiego y meditación se encuentra la clave para conservar el equilibrio y capitalizar la riqueza interna; por eso, recalcó la necesidad de revitalizar la vida contemplativa.
Señaló que la absolutización de la vida activa conduce a un imperativo del trabajo y del rendimiento, que degrada a la persona convirtiéndola en “animal laborans”. Incluso, agregó, lo que vivimos no es ya una aceleración, sino una dispersión temporal, una disincronía.
Explicó que en la China antigua se medía simbólicamente el tiempo con la quema del incienso, de manera que éste no se perdía ni esfumaba, pues se transformaba en aroma que llenaba todo el lugar.
¿Percibo el aroma del tiempo?