El asesinato de Manzo y nuestro fracaso histórico

24/11/2025 04:02
    Las reacciones en aparente efecto bola de nieve tras el asesinato de Carlos Manzo podrían tener, en el telón de fondo, el cobro de una factura largamente acumulada en un país que durante décadas se ha autodefinido como democrático, pero que aún hoy no ha conciliado un compromiso de Estado con la seguridad que pueda calificarse en rigor como democrático.

    Debí prestar más atención cuando, en 1990, leí aquel material antropológico argentino que explicaba cómo las personas dedicadas a la seguridad ciudadana -y en particular a la reforma policial- suelen ser menospreciadas desde la academia. No estaba preparado entonces para entender el profundo significado de esa advertencia. Con el tiempo lo fui descifrando y ahora la historia parece colocar en su sitio las consecuencias de ese desprecio, no tanto de la academia, sino de la cultura política hegemónica respecto de la reforma del sector seguridad.

    Las reacciones en aparente efecto bola de nieve tras el asesinato de Carlos Manzo podrían tener, en el telón de fondo, el cobro de una factura largamente acumulada en un país que durante décadas se ha autodefinido como democrático, pero que aún hoy no ha conciliado un compromiso de Estado con la seguridad que pueda calificarse en rigor como democrático.

    En una democracia, la Policía opera sobre cuatro estándares generalmente aceptados en la literatura internacional: atención prioritaria a la ciudadanía, respeto a la ley, respeto a los derechos humanos y transparencia. Estos principios pueden extrapolarse a las políticas de seguridad democráticas. Parecía que México los asumiría como parte de las llamadas reformas de Estado durante la transición democrática. Cuando en 1994 se incorporaron a la Constitución los principios de actuación policial -legalidad, eficiencia, profesionalismo y honradez- y además se aprobaron las bases del Sistema Nacional de Seguridad Pública, todo indicaba que la gran transición incluiría también la reforma democrática de la seguridad.

    Nunca olvidé aquella advertencia argentina, pero debí valorar más su importancia cuando comprobamos que los múltiples logros en la distribución y el control del poder público no dialogaban con nuestra pregunta central: ¿cómo equilibrar el poder y el control en el ámbito de la seguridad? Quizá debimos encender una alerta mayor cuando nuestra insistencia -señalando que ningún régimen constitucional de derechos podría sostenerse sin lograr ese equilibrio- era relegada en cada conversación formal o informal. Era como si no nos pidieran callar, pero no supieran qué hacer con lo que decíamos.

    La contradicción tarde o temprano se volvió evidente. La prometida profesionalización de las políticas e instituciones de seguridad no se cumplió para la inmensa mayoría del País, porque todas las fuerzas políticas prefirieron sumarse a la opción electoralmente más rentable: el populismo punitivo. Calderón aceleró la autorreproducción de la crisis de violencias, delincuencia e impunidad, institucionalizando masivamente la militarización de la seguridad pública, supuesto atajo que resultó ser la trampa estructural que faltaba, acaso, para debilitar aún más la profesionalización civil.

    La transición, celebrada una y mil veces, terminó por ahogarse ante la evolución incontenible de poderes criminales, que encontraron disponibles -entre otras cosas- a instituciones de seguridad no aseguradas, crónicamente débiles, precisamente porque el uso de sus poderes no fue sometido a controles. Qué lección -aún no aprendida- dejó García Luna: aumentar atribuciones, recursos, tecnología, armas y todo lo imaginable sin establecer controles democráticos que monitoreen, evalúen y fiscalicen es algo así como entregar las llaves del Estado.

    El posible efecto bola de nieve tras el asesinato de Manzo tiene dos grandes rutas: la inercial o la correctiva. Si ocurre lo primero, sálvese quien pueda: habrá más exigencia desde abajo y más oferta desde arriba orientada a la mano dura, abriendo la puerta a regímenes de excepción donde el Estado, ya descompuesto, será cada vez más parte de los “poderes salvajes” de los que habla Luigi Ferrajoli. La ruta correctiva, en cambio, implicaría contención y equilibrio, comenzando por el desempeño del propio Estado. La pregunta es: ¿de dónde abrevamos la transición, esta vez de la cultura política, para iniciar esa reconstrucción?