El pensamiento medieval estuvo fuertemente marcado por la relación entre la filosofía y la teología. El discurrir filosófico se consideraba de inferior categoría que el teológico, al grado que se acuñó la expresión de que la filosofía era la “ancilla” (esclava o sierva de la teología). No obstante, a pesar de que se trató de equilibrar la balanza entre ambos saberes, se privilegió el acercamiento teológico y la mayoría de los filósofos fueron religiosos.
La existencia de Dios, decían, aunque es un dato revelado, puede ser asequible también con la sola luz de la razón. Incluso, Anselmo de Cantorbery, basado en los grados de perfección de las criaturas, sostuvo un famoso argumento ontológico de la existencia de Dios, consistente en afirmar que si tenemos la idea un Dios perfecto en la mente, le debe corresponder también realmente la existencia, puesto que si no existiera tanto en el entendimiento como en la realidad no sería el ser más perfecto.
Era, también, común decir que el libro de la naturaleza habla claramente de Dios, sin necesidad de recurrir a la fe o dato revelado. La misma Biblia (Rom 1,20) dice que no son inexcusables quienes no creen en Dios: “Porque lo invisible de Dios, desde la creación del mundo, se deja ver a la inteligencia a través de sus obras: su poder eterno y su divinidad, de forma que son inexcusables”.
La tradición hindú señala que Dios es el bailarín, y la danza, su creación. La danza es diferente del bailarín, pero no existe sin él, porque sin bailarín ya no hay danza. Por eso, Anthony de Mello acotó: “Cualquier fragmento de la danza sirve. Mira. Escucha. Huele. Toca. Saborea. Y seguramente no tardarás en verle a él, al bailarín en persona”.
¿Percibo al bailarín?
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