Creo que todos recordamos con nostalgia el barrio en el que crecimos, donde tal vez incluso nacimos. Ese lugar donde tuvimos los mejores amigos que hemos tenido en toda nuestra vida, donde tuvimos el primer amor. Ese barrio y esa casa donde vivimos esa etapa de nuestra vida en la que no teníamos que preocuparnos por nada, excepto por salir a jugar, y volver a casa hasta que nos llamaban para cenar.
El barrio en el que yo crecí en Mazatlán, era como muchos otros. Todas las casas eran iguales; tres pequeñas habitaciones, un baño y un patio trasero. Todas llenas de sueños y esperanzas.
Cuando llegamos a habitar ahí en aquellos años 80, estaba lejísimos de todo, prácticamente estaba en las afueras de la ciudad. Más allá de la casa de la esquina, no había más que marismas y lotes baldíos. Recuerdo a la distancia un establo de ordeña donde vendían leche bronca muy temprano en la mañana y luego por la tarde.
Todos los matrimonios eran jóvenes, yo diría que ninguno pasaba de los 30 años de edad. En todos los casos se trataba de su primera y única propiedad, por supuesto, adquirida con un crédito hipotecario y pagada con mucho esfuerzo. Pero los niños no sabíamos de eso.
En cada matrimonio había por lo menos un hijo o una hija, de manera que, por la tarde la calle estaba repleta de niños jugando y corriendo de un lado a otro. En aquellos años no había internet, y los videojuegos eran para los niños burgueses, así que la diversión estaba fuera de casa.
Las niñas jugaban a ser mamás, mientras que los niños jugábamos a las canicas, al trompo, o jugábamos futbol en medio de la calle. Algunas ocasiones la cancha era invadida por uno que otro automóvil. Cuando jugábamos juntos niños y niñas, jugábamos a las escondidas, al “dieciocho” o a la “botella”. Juegos que no conocerán los niños de ahora.
Con el paso del tiempo la ciudad creció, de manera que mi barrio, aquel que era periférico hace 40 años, se volvió muy céntrico hoy en día. Mientras crecía la mancha urbana, también crecimos los niños que nos criamos en aquella modesta colonia. Los niños se convirtieron en adultos; en padres y madres, algunos emigraron a otras entidades y me pregunto con frecuencia qué habrá sido de ellos. Otros nos casamos y nos mudamos a las nuevas periferias de la ciudad, asequibles económicamente, para criar a nuestros hijos e hijas.
De vez en cuando acostumbro volver al barrio donde crecí. En la casa donde me crié ahora viven unos extraños, pero cada que paso por ahí mi corazón se llena de nostalgia y gratitud. Cada calle, cada esquina, guarda recuerdos de mi niñez, de momentos que me formaron y me hicieron la persona que soy ahora.
Cuando me detengo a observar, me he fijado que ahora ya no hay niños jugando en esa calle, ahora es transitada por cientos de automóviles todo el día, y en las casas tan sólo quedan adultos mayores. Claro que hay algunas excepciones, pero el barrio, como muchos otros, ahora se caracteriza por ser habitado por ancianos. Muchos y muchas han trascendido ya por su edad.
Desconozco cómo se llame este fenómeno urbano-demográfico, (o si ya existe un concepto) en el que los barrios y fraccionamientos céntricos son cada vez más habitados por personas de edad avanzada, mientras que los matrimonios jóvenes y sus hijos se ven “empujados” a las periferias de la ciudad. Es como si se cumpliera un ciclo urbano más, que centrifuga a la infancia, arrojándola hacia fuera de las urbes.
Aun así, cada que regreso al barrio donde crecí, mi corazón se llena de nostalgia y los ojos de lágrimas. Es que no se puede borrar de la mente ese lugar y esos años, porque como dice un conocido refrán: “uno siempre vuelve a donde fue feliz”.
Es cuanto....