Escucho los veinte intensos minutos de “La isla de los muertos” de Sergei Rachmaninov en mi oficina, viendo el horizonte.
Alguien me canceló una cita y tengo ese breve lapso solo para mí. Búsquela en su plataforma favorita. (Esta en YouTube, la biblioteca de Alejandría audiovisual)
“La isla de los muertos” primero fue una conocida serie de cuadros simbolistas del pintor suizo Arnold Böcklin.
Böcklin creó múltiples versiones del mismo cuadro, en el que se representa a un remero y a una figura blanca sobre una pequeña barca, cruzando una amplia extensión de agua en dirección a una isla rocosa.
Mucha gente conoció ese cuadro por estampas en dos tonos. Era otra cosa la imprenta. En blanco y negro, Caronte brilla más.
Rachmaninov se inspiró en esa tenebrosa creacion del tardoromanticismo. El compositor ruso declaró que si hubiera visto primero los colores en el cuadro original, probablemente no habría compuesto la obra. Ahí la isla es color sepia con árboles verdes.¡Brillante confusión!
En la antigüedad, el blanco era el color de la muerte.
Todavía en la edad media y en Oriente el blanco no se usaba para fondear pinturas, los romanos en sus mosaicos usaban fondos amarillentos terrosos y los árabes e hindúes preferían otros tonos en vez del blanco; aún hay tableros de ajedrez antiguos en rojo y negro.
El blanco comenzó agarrar poder con el uso de la imprenta y el papel.
En África aún el blanco es el color de la muerte. El de los huesos abandonados por las fieras en la sabana, el de los colmillos de los animales salvajes, el blanco de los gusanos y las termitas en la madera vieja. Caronte aquí es la blancura.
La muerte, ese espejo de obsidiana enterrado en el que nos miramos llegada la ahora, fue signo de identidad y definición de los antiguos mexicanos.
La otra cara de la existencia que aguardaba a nuestros antepasados, entre sus agresivas teologías, y el brillo del espejo humeante con el cual nos contemplaba el dios Tezcatlipoca.
Las culturas de nuestra región sinaloense, a pesar de que no alcanzaron el entramado filosófico del centro del país en cuanto a este tema, mantenían bien clara su propia versión del gran misterio de la muerte.
Nuestros primeros pobladores asumieron ante la vida y su término una actitud mística, presente en los hallazgos arqueológicos del la región, que revelan su búsqueda de una comunicación con la otra vida y el homenaje a quienes se adelantaban en la senda de la existencia.
Más que nada, dejaron anónimos montículos funerarios. En cierta forma, esa tradición ancestral de colocar y alzar piedras forma parte de la leyenda de Jesús Malverde.
La desgracia y la cercanía con la muerte son un baño de ácido que al fin nos permite ver con claridad todas las cosas.
Vivir sin esas aproximaciones a la realidad y el secreto del mundo de los muertos es ver el mundo bajo una claridad que no se agota.
No hay medios tonos. Todo es definitivo y la gente debe saer vivir bajo el peso de una realidad sin réplica. En otras etapas creemos que se puede cambiar la realidad y ahí nos volvemos una misma e inútil cauda.
Ante el dolor, todos los hombres somos el mismo hombre: cada víctima lleva consigo una cruz, un karma, un destino o una maldición tan llena de matices y de sombras como quien descubre un nuevo continente.
Todos los hombres felices se parecen: todos los hombres infelices jamás desaparecen. Y cuando se unen, la tierra tiembla.
Adentrarse en un fecha donde el dolor es un alarido múltiple, vuelto espasmo sobre legiones de rostros indescifrables o una fiesta típica basada en el cristianismo y las creencias prehispánicas, no hace que el dolor propio empequeñezca de inmediato, pero ayuda a entenderlo y luego a aceptarlo.
En un intenso viaje que hice por el Sahara, aprendí que el dolor puede ser parte de la vida. Islam significa aceptación. Por esa fuerza aquellos hombres y mujeres sobreviven en esta costra del mundo. Una herida que supura y provocada.
En la gente del desierto descubrí que el dolor le da rumbo a tu vida. Y veces la vida toma decisiones por nosotros, nos lleva a donde no queremos llegar y, para nuestra sorpresa, terminamos aprendiendo a aceptar ese dolor, por las buenas o por las malas.
Algunos seres humanos de esa manera aprender a ser felices. Hasta enmenda su vida al perder uno o sus dos progenitores. Otros, solo consiguen sobrevivir.
En el Occidente los hombres viven los instantes. En África, sus habitantes recuerdan que viven en el instante.
Toda mujer y hombre en la vida somos un pasajero porque esto es un viaje. Y parece ser que no se termina con la partida física y nuestro paso por la tierra. Al menos para los seres queridos... y también para quienes ofendimos.
Que hoy a nuestros amigos y lectores no les falte la paz y la esquiva serenidad.