Cuauhtémoc Celaya Corella
Me gusta escribir sobre este tema Inge, porque es una especie de homenaje a esta calurosa ciudad, de bienvenidas con temperaturas altas y sabrosos raspados, en recuerdo a aquel mes de abril en que arribé pensando en que iba de paso, sin saber que me quedaría cumpliendo una misión que desconocía para mí y que ignoraba que podría desempeñarla. Cuando enteré de ello a mi madre, no le gustó y me dijo, dedicarte a esto de la enseñanza es como ponerte un ancla, y luego agregó, si lo sabré yo que soy maestra.
Recorría el centro después de las clases matutinas, porque no tenía amigos, no conocía personas, salvo las del entorno académico y cada uno tenía su quehacer muy particular. Por la calle Obregón, entre Escobedo y Colón, frecuentaba la librería Santa Rita, porque encontraba la prensa nacional y libros viejones que podían serme útiles.
Me llamaba la atención el mercado Garmendia porque me recordaba al mercado de Hermosillo, y soy de los que la nostalgia le pega. Al salir por la Hidalgo estaba un abarrote grande, después supe que era de unos hermanos comerciantes de apellido Armenta. Un comercio al cual entraba y no compraba, era la casa Malacón, por Juan Carrasco, enseguida, la farmacia Cruz Verde, había por ahí un comercio que me llamaba la atención por su nombre, Don Facilito, y cruzando la calle Ángel Flores, en la esquina, El Taquito, que tenía una barra sobre la banqueta, donde sentado sobre unos bancos, se podía consumir alimentos.
Cómo no recordar la Casa Grande y el café La Parroquia frente a Catedral, la cual tenía casetas de larga distancia, que por los domingos solía utilizar los servicios para comunicarme a Nogales. En la esquina el Banco General de Sinaloa, frente al jardín de la misma Catedral. Inolvidable el correo con su vendedor de sobres ordinarios y aéreos, lápices y hojas, a la entrada, y un señor con una vieja máquina de escribir Olivetti, que por 1.50 le dictaban la carta que enviarían al destino señalado.
Casi enfrente, otro banco, el Regional del Pacífico, y sobre la calle Ángel Flores rumbo al poniente, un comercio denominado El Hogar Moderno, y más adelante Muebles y Motos Rincón, para luego llegar a una distribuidora de autos, siendo Ford primero, y después la marca Rambler.
Trabajaba en la fábrica de refrescos ubicada por Bravo frente a la Prepa de la UAS. Eso me hizo conocer las colonias de la ciudad. Recuerdo cuando nació la colonia Las Huertas, rumbo sur, la cual parecía lejísima del centro, ya a la salida de la ciudad, que se llegaba por la denominada carretera Internacional al sur, que después se le llamó Heroico Colegio Militar. En esa empresa de refrescos me tocaron refriegas en contra de los preparatorianos, cuando éstos a la fuerza, entraban y se llevaban botellas llenas, y no bastaba el guardia contra la chusma. Fueron bastantes “asaltos” que los estudiantes “proletarios” le daban a la empresa “burguesa” y lo consideraban un triunfo social de la masa sobre el “explotador”. Épocas de aquel populismo que quiere regresar.
El malecón llegaba hasta la calle Paliza y ahí tenía que doblarse a la derecha para llegar a la Rosales y poder continuar el viaje hacia la colonia Las Quintas, que continuaba poblándose. No había la continuación del paseo Niños Héroes. Eran épocas de los carritos vendedores de paletas heladas marca Dumbo, Súper Regios y otras marcas y cuyo costo era un peso. La calle Carranza, que desemboca en el Centro Cívico Constitución, escuché que se le conocía con el nombre de Aranjuez, y lo que sobresalía en ella, era un templo en construcción. Al fondo, en el cruce con lo que era el inicio del bulevar Madero, estaba la estatua de Benito Juárez, que por su tamaño decía el Ing. Leal, que correspondía al héroe norteamericano Lincoln, pero que al no pagarla quien la ordenó, la vendió poniéndole la cabeza de Juárez a alguna área de gobierno y ahora está colocada por los rumbos de C.U.
Estas son algunas pinceladas de mi memoria, Inge, que las recuerdo cuando llega la fecha en que sin saberlo, el destino me ubicó en una ciudad que cuando la conocí, era terregosa, el camión primero que me hizo estar unos minutos en la ciudad en mi paso rumbo a Guadalajara, no llegaba a la central camionera, sino al patio de un, no sé si era hotel de una estrella, que se ubicaba por el bulevar Madero, entre las calle Sepúlveda y Granados, y debido a la falta de pavimentación se me hizo una ciudad fea y pobre.
Era el Culiacán de 30 colonias, donde todo estaba a diez minutos, con pocos autos y muchas calles, con edificios con olor a la colonia, a diferencia de ahora que hay saturación de autos en las mismas calles, porque éstas no pueden crecer, y de camiones urbanos. El Culiacán que las nuevas generaciones ni siquiera se imaginan y que nadie enseña para conocerlo. El Culiacán que creaba identidad y orgullo.