Son trilladas y pocas las razones que ofrecen quienes nos cercan con su No: “no está bien”, dicen, “no tenemos dinero para comprarlo”, “no te conviene” o simplemente: “no porque sí. Porque lo digo yo”. El niño ve reducido su Quiero a unos cuantos metros cuadrados que es en que consiste la infancia y, con el tiempo, va asumiendo alguno que otro No como propio. Así adquiere una rudimentaria noción del bien y del mal, de lo posible y lo imposible.

    En la biografía de todo ser humano se desarrolla un parlamento muy sencillo entre el Quiero y el No. Uno dice enfáticamente: Quiero, y alguien, las circunstancias o a veces uno mismo, dice disuasivamente: No. Este diálogo es prácticamente permanente y según sea el saldo de esta lucha constante se va haciendo la vida de cada quien. Somos el resultado del Quiero y el No.

    En el lado del Quiero uno pone carácter, trabajo, entusiasmo, tesón o necedad, y por su parte el No es el degradable rostro de la prohibición, del deber, de la conveniencia y de mil asuntos más con los que se obstruye el paso franco hacia nuestros deseos.

    Generalmente, en la infancia queremos cuanto vemos, la curiosidad está viva y no hay objeto en el mundo que no desate nuestro deseo. En esa etapa, el No es exclusivamente externo y lo encarnan los mayores, aquellos que asumen el papel de educarnos, o sea, de marcarnos límites. A esa edad aprendemos la frontera que separa la zona brevísima del Sí y el universo inconmensurable del No.

    Son trilladas y pocas las razones que ofrecen quienes nos cercan con su No: “no está bien”, dicen, “no tenemos dinero para comprarlo”, “no te conviene” o simplemente: “no porque sí. Porque lo digo yo”. El niño ve reducido su Quiero a unos cuantos metros cuadrados que es en que consiste la infancia y, con el tiempo, va asumiendo alguno que otro No como propio. Así adquiere una rudimentaria noción del bien y del mal, de lo posible y lo imposible.

    Pero en la adolescencia hay un alebrestamiento del Quiero, una revuelta contra el No que representa el mundo, y surge un Quiero inspirado por fuerzas que proceden, principalmente, de la biología y una vez más choca contra el No, en este caso, contra el NO de lo real, contra el No se puede que, finalmente, es tan sólo un mero yo no puedo aunque quiera. Este combate es prolongado y termina cuando uno madura: asimila o finge asimilar como suyo cada No del mundo.

    A partir de ese momento, uno avanza por donde dice la señalización, y descubre que también por la ruta del Sí, hay, de hecho, un No y otro No y otro más, porque también en el camino de lo posible, de lo permitido, abunda el No. El No es omnipresente y, por supuesto también está en uno y de manera tan firme que es uno mismo quien les pone el No a los demás. El círculo se ha cerrado: el deseo se va colapsando.

    Si originariamente el No estaba en el exterior; al final el No está dentro en uno: es el propio sujeto quien se autolimita y esto tiene su recompensa: los demás lo reconocen con beneplácito y uno es tratado como buen ciudadano, buen esposo, buen padre, buen empleado. Y aunque el Quiero llega a reaparecer ocasionalmente, uno lo mira con nostalgia y repasa lánguido su perdido anhelo de imposibles, hasta que al final uno por fin ya no quiere nada, ya no quiere ni siquiera el más feroz de todos los Quiero: vivir.

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